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Por Luis Alberto Ramirez ()
En su afán de controlar hasta el último suspiro de la economía cubana, Miguel Díaz-Canel ha lanzado una nueva orden: los empresarios privados no podrán consumir más energía eléctrica de la asignada por el Estado, aunque puedan pagarla. Una medida que no solo refleja la mentalidad arcaica del socialismo cubano, sino que confirma, una vez más, el miedo visceral del régimen a todo lo que funcione fuera de su control.
Bajo la lógica de Díaz-Canel -a la misma de los hermanos Castro-, el problema no está en la incapacidad estatal para producir y distribuir energía, sino en el consumo del pueblo que intenta sobrevivir a la escasez.
El mensaje es claro: “ajústense a lo que les damos, aunque no alcance”. Lo absurdo del planteamiento es que el sector privado, pese a las trabas, ha sido el único dinamizador real de la economía en los últimos años. Sin embargo, en lugar de apoyarlo, el régimen lo reprime.
Este tipo de pensamiento, el mismo que hundió a la Unión Soviética, a Venezuela y a todas las economías centralizadas del mundo, insiste en que el control político es más importante que la eficiencia económica. Pero el resultado siempre es el mismo: miseria generalizada, apagones, escasez y un pueblo sometido por decreto a la pobreza.
Lo más hipócrita de esta medida es su aplicación selectiva. Mientras los emprendedores cubanos deberán limitar su consumo eléctrico o cerrar sus negocios, las cadenas hoteleras dolarizadas del grupo militar GAESA seguirán iluminando sus resorts de lujo sin restricción alguna.
Tampoco sufrirán cortes los hoteles administrados por el grupo español Meliá ni las instalaciones turísticas de los cayos, donde el turista extranjero nunca experimenta lo que el cubano vive a diario: la oscuridad literal y figurada de un país sin rumbo.
Díaz-Canel no parece comprender, o no quiere hacerlo, que sin el sector privado, el país se detiene. Que cada cafetería, taller o pequeño negocio es una válvula de escape para una economía asfixiada. Al limitar su capacidad de operar, está destruyendo lo único que mantiene viva una parte de la nación.
El Estado cubano ha demostrado ser ineficiente en todo: ni produce alimentos, ni genera energía suficiente, ni garantiza los servicios básicos. Y ahora, en lugar de reconocerlo, decide castigar a quienes sí logran producir algo. Este es el sello del socialismo cubano: la igualdad en la escasez, la mediocridad como norma y la represión como política económica.
Cuando se apague la última bombilla de los negocios privados, cuando las cafeterías cierren y las calles vuelvan a quedar en penumbra, Díaz-Canel podrá declarar otra “victoria revolucionaria”. Pero será una victoria sobre los escombros, sobre el silencio, sobre un pueblo que ya no resiste por ideología, sino por pura necesidad.
Y la historia volverá a repetirse: el socialismo cubano apagando la luz del progreso, para mantener encendida la llama del control.