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Por Arnoldo Fernández

Contramaestre.- Un lucero aparecía en la madrugada sobre la cocina donde mi madre hacía café. En sus manos, un candil, era brújula de sus pasos en medio de la intensa oscuridad. Me iba con ella al fogón de leña, ningún amanecer la dejé sola. Siempre me decía:

―Busca unas brusquitas para prenderlo y mantenerlo encendido ―eran sus palabras de bienvenida.

Recorría el campo y en breves minutos cumplía su encargo.

Pronto el humo salía entre el caballete y un viejo árbol que nadie sabía el nombre. El olor a café recorría cada pedazo de tierra. El primer chorrito del colador, lo bebía mi madre. Con ella aprendí que es el más agradable al paladar. Me enseñó el punto ideal, ni dulce, ni amargo; lograrlo me llevó años, hasta aprender a hacerlo como ella quería.

Fue normal, por mucho tiempo, que yo le colara café. Sabía identificar cuando salía de mis manos. Si otro lo hacía, la cubanía salía a flote: «Está dulce»; o sencillamente lo llamaba aguachirre. Si tenía el punto ideal, los ojos le brillaban como el lucero que nos saludaba cada madrugada y decía:

― ¡Lo coló Nolito!

Con esa alegría de hacerle el «verdadero café», la acompañé hasta el final de su vida. En sus últimos días decía:

―Necesito un buchito de café como lo hace mi Nolito.

El 28 de noviembre de 2011, lunes, a las 3 y 55 de la madrugada, bajo un frío terrible, mi madre abandonó este mundo. En la morgue su cuerpo dormía. Todos la besamos y nos despedimos. Fui el último en hacerlo para que llevara mi olor. El mismo lucero que nos acompañó en las madrugadas, estaba allí. Ese día tomé café, mucho café, pero ninguno como el de mi vieja.

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