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Por Oscar Durán
La Habana.- Ahora mismo Cuba es Gaza sin bombas. Es una franja sitiada por la economía, bombardeada por la miseria y con una población que sobrevive entre apagones, colas infinitas y un Estado que juega a la guerra contra su propio pueblo.
No hay aviones sobrevolando La Habana, pero hay un bloqueo interno que mata despacio. La dictadura ha conseguido lo que ningún misil lograría: que la gente se desmorone desde adentro, que la desesperanza sea más letal que cualquier proyectil.
Cuando uno camina por Santiago, Bayamo o Centro Habana, el paisaje no es de guerra, pero lo parece. Ventanas tapiadas, anaqueles vacíos, ancianos buscando comida en bolsas de basura. En Gaza lo llaman asedio; en Cuba, “periodo de resistencia”. El discurso es diferente, la realidad es la misma: el ser humano reducido a sobrevivir. Gaza tiene escombros, Cuba ruinas morales y casas que se caen como si hubiesen recibido un impacto directo.
En ambos territorios la vida se mide en cortes: cortes de electricidad, de agua, de alimentos, de derechos. En Gaza la gente corre para salvarse de un bombardeo; en Cuba la carrera es por un pedazo de pollo congelado que se acaba en veinte minutos. En uno suenan sirenas, en el otro, las ollas vacías. No hay balas en la isla, pero hay hambre, y el hambre también mata.
La otra coincidencia es el encierro. Gaza es llamada “la cárcel más grande del mundo”. Cuba es una prisión insular donde la fuga no es con túneles, sino con balsas improvisadas o 10 mil dólares para Nicaragua.. Allí te dispara un dron si cruzas la frontera; aquí te traga el mar antes de llegar a los Cayos de la Florida. En ambos casos, el castigo es querer ser libre.
En Gaza se habla de corredores humanitarios, en Cuba de remesas y mulas cargadas de medicinas. En ambos sitios el alivio viene de afuera porque adentro no queda nada. Y mientras la gente sobrevive, los de arriba negocian con el sufrimiento: gobiernos que convierten la miseria en argumento político, como si el dolor fuera una moneda de cambio.
Decir que Cuba es igual que Gaza no es exageración, es advertencia. Una isla que se desangra en silencio, una población que vive entre la obediencia obligada y la necesidad de rebelarse. En Gaza la pólvora marca el tiempo; en Cuba, la escasez. Cambia el ruido, pero la herida es la misma: la de un pueblo que pide a gritos una vida digna y solo recibe migajas.
Y al final, tanto en Gaza como en Cuba, la esperanza es clandestina. Se esconde en una oración murmurada, en un hijo que se va, en una vecina que comparte el último grano de arroz. Allí sobreviven bajo el fuego; aquí bajo el apagón. Pero el sentimiento es idéntico: la certeza de que nadie vendrá a salvarlos y que la única salida es romper los muros, sean de hormigón o de miedo.