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Por Yoyo Malagón ()
Madrid.- El Barcelona ha vuelto. O eso dicen. O eso firma en un papel que lo reintegra al redil de la UEFA, esa casa que nunca abandonó del todo, pero en la que dejó de creer durante unas largas y locas noches de 2021. Ahora regresa, con la cabeza gacha o quizás alta, nadie lo sabe bien, y abandona oficialmente la Superliga, ese proyecto fantasma que se convirtió en un arma arrojadiza entre Florentino Pérez y Joan Laporta. Uno lo ve desde fuera y piensa: esto es como volver con tu ex después de haberte fugado con su mejor amigo. Llegas con flores, pides disculpas, pero todos saben que lo hiciste, que la tentación fue más fuerte que la lealtad, y que ahora vuelves porque no te quedaba otra.
La pregunta que flota en el aire, más espesa que la niebla de un martes por la mañana en el Camp Nou, es por qué. ¿Por qué ahora? ¿Fue la acusación del Real Madrid en el caso Negreira, esa sombra que persigue al Barça como un fantasma en cada sorteo de la Champions? ¿Fue una jugada calculada para limpiar la imagen, para mostrar buena voluntad ante los jueces que podrían decidir su futuro europeo? O, quizás, fue algo más personal, más visceral: una puñalada por la espalda a Florentino Pérez, el hombre que una noche de abril les dijo a todos que la Superliga era imparable, y al que Laporta ahora deja solo, como un general sin ejército, con su sueño de un fútbol cerrado hecho añicos.
Hay quien dice que Laporta nunca creyó de verdad en la Superliga. Que firmó por puro instinto de supervivencia, porque el Barça se ahogaba en deudas y cualquier salvavidas, aunque viniera de Madrid, era bienvenido. Pero ahora, con el club respirando algo mejor, con un equipo que empieza a funcionar y una ilusión renovada, ¿para qué seguir ligado a un proyecto que nació herido y que nunca despegó? Abandonar la Superliga es, en el fondo, lavarse las manos. Es decir: «Yo no fui, yo siempre estuve del lado de lo correcto». Aunque todos recuerden que sí fue, que sí firmó, que durante un tiempo creyó que el futuro del fútbol pasaba por cerrar la puerta a los pequeños.
Florentino Pérez debe de estar estos días mirando al techo de su despacho, preguntándose en qué momento todo se torció. Primero fue la Juventus, luego el Atlético de Madrid, y ahora el Barcelona. La Superliga se le cae como un castillo de naipes. Y Laporta, ese viejo aliado incómodo, le da la puntilla. No con un comunicado agresivo, no con un discurso lleno de reproches, sino con un simple: «Nos reintegramos a la UEFA». A veces, la indiferencia duele más que un golpe. Y esto no es indiferencia, es cálculo. Es saber que, en el ajedrez del fútbol, a veces la mejor jugada es rendirse para ganar la partida.
Al final, todo huele a oportunismo. A un movimiento frío, pensado al milímetro. El Barça abandona la Superliga no por convicción, sino por conveniencia. Porque el viento sopla en otra dirección, porque quedarse solo con Florentino no era un buen negocio, y porque la sombra de Negreira es alargada y amenaza con dejarlos fuera de Europa. Laporta, que es un político nato, lo sabe. Y actúa en consecuencia. No es traición, es supervivencia. No es una puñalada, es un rescate. El rescate de un barco que, durante un tiempo, navegó hacia un acantilado llamado Superliga, y que ahora gira en redondo para volver a puerto. Un puerto llamado UEFA, que los recibe con los brazos abiertos, pero con la memoria intacta.
Y así, entre acusaciones, reproches y cálculos, el fútbol sigue su curso. El Barcelona vuelve a casa, Florentino se queda solo con su sueño roto, y los aficionados se preguntan si todo esto es deporte o es un juego de tronos con césped. Mientras, Laporta sonríe. Sabe que, en este mundo, no gana el más leal, sino el que mejor sabe cuándo cambiar de chaqueta. Y él, hoy, se ha quitado la de la Superliga para ponerse la de la UEFA. Mañana, quién sabe. Lo único seguro es que, en el fútbol, como en la vida, no hay aliados eternos, sino intereses permanentes.