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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Bainoa es el corazón que late bajo la tierra de Mayabeque, un corazón húmedo y generoso que bombea agua para media provincia y para los sedientos de La Habana. Desde sus pozos, el agua sube a borbotones, cien litros por segundo por cada turbina, un milagro repetido tres veces. Porque hay tres turbinas.
Es un manantial hermoso y cristalino, con un líquido que no va a ningún lugar. O sí: a la carretera. Es un secreto a voces que todo el mundo conoce y que nadie, ni los que gobiernan, parecen no querer escuchar. Incluso, cuando el impuesto presidente va a Mayabeque, y a Jaruco, de donde casi no sale últimamente, allí nadie lo lleva. Por allí nadie lo pasa.
El agua viaja – o debe viajar- con un destino escrito: la ronera que alumbra botellas de oro, los enfriaderos de la termoeléctrica, los hoteles de Jibacoa. O, incluso, para llenar los pomos que, irónicamente, llaman “de Las Lomas” en un terreno que es pura llanura. Y, por supuesto, la gente. Siempre la gente, al final de la cola. Si queda agua… si llega.
Pero el milagro se ahoga a los pocos metros de nacer. El agua que debería cruzar limpia y fría por tuberías hacia Jaruco, San Antonio, Santa Cruz del Norte y más allá, hacia la gran ciudad que siempre tiene la boca abierta, se derrama nada más salir. Se escapa. Se fugan cien litros por segundo y se convierten en un mar de mentira, en un paisaje anfibio y triste que se ha extendido durante cuatro cuadras a la redonda.
No es un salidero, es la rendición. Es la herida abierta de la que mana más del cincuenta, del sesenta, del setenta por ciento del agua. Un crimen de lesa hidrología, de lesa humanidad, que dura ya una década. Casi dos.
Ese mar no planeado ha devorado la carretera. La tierra firme se disolvió en fango, un barrizal traicionero que se traga las llantas y las esperanzas. Los coches ya no pasan, los funerales no pueden llegar al cementerio directamente. Hay que dar un rodeo por San Antonio de Río Blanco, que es como dar la vuelta a la propia resignación.
Los vecinos, expertos en supervivencia, han abierto atajos por las partes altas, caminos de tierra que serán leyenda algún día. Pero en ese interregno de lodo y desvío, se ha colado el miedo. La zona es propicia para el asalto, para la sombra que espera al motorista. Ya hubo uno que acabó malísimo, ingresado, por querer cruzar lo que antes era un camino y ahora es una laguna de la desidia.
Las turbinas, dicen, necesitan más que un mantenimiento: una resurrección. Los hombres que las cuidan se han cansado de decirlo, de avisar que el milagro se agota, que a veces solo funciona una, que las otras están en el limbo de los repuestos que nunca llegan. Ellos saben que la matemática es cruel: sacas trescientos litros por segundo y llegará, con suerte, ciento cincuenta. El resto se queda por el camino, regando un pantano inútil donde no crece más que la indignación. Es la contabilidad del fracaso: cada segundo que pasa, medio milagro se evapora en el aire caliente de la llanura.
La ironía es un puñal: el agua sobra y falta al mismo tiempo. Está retenida en embalses, perdida en el camino, envasada en botellas de ron y de refresco con un nombre que no le corresponde, pero nunca en los grifos de la gente que la necesita. Es un espejismo. Tienes un océano en la puerta de tu casa y te mueres de sed. Hay un mar interior que inunda todo, menos aquellos lugares donde debería llegar.
El salidero tiene nueve, diez años. Diez años es una generación. Es el tiempo que tarda un niño en hacerse casi un hombre viendo cómo el agua que podría haber bebido crea charcos para jugar a riesgo de que lo asalten. El problema se les fue de las manos, dicen. Se les fue como el agua, se les escurrió entre los dedos burocráticos, se les convirtió en un problema demasiado grande, demasiado visible, demasiado embarazoso como para mirarlo de frente. Prefieren el rodeo, como los coches fúnebres.
¿Y los que gobiernan? Los que firman papeles en oficinas con aire acondicionado que, quizás, siempre tienen agua: ¿Han pasado por ahí? ¿Han visto ese brazo de mar que parte la carretera de Bainoa en dos? ¿O han sentido el miedo de que su auto se atasque en el fango y tengan que pedir ayuda a los mismos a los que le roban el agua cada día? Deberían. Deberían hacer el viaje. No en papeles, no en informes. En carne y hueso, con el barro salpicando los cristales blindados… de algunos.
Este no es un problema técnico, es un problema de voluntad. Es la metáfora perfecta de un país que se desangra por las grietas que nadie se molesta en soldar. El agua se pierde, la carretera se deshace, la gente se adapta y el miedo crece. Todo en el mismo pedazo de tierra. Todo a la vista de todos. Un recordatorio constante de que lo que se ignora, no solo no desaparece, sino que crece hasta que lo vuelve todo intransitable.
Alguien, en algún lugar, tiene la llave para cerrar este grifo abierto al despilfarro. Alguien tiene la responsabilidad de devolverle el camino a los funerales y el agua a las casas. Mientras no lo hagan, este salidero será su monumento. Su legado de lodo y abandono. Cada litro que se pierde es una gota que escribe sus nombres en el agua sucia del olvido.
Al final, Bainoa sigue ahí, enviando agua para todos menos para sí misma. Latiendo en la oscuridad de los pozos, regalando su líquido vital para que otros pongan etiquetas falsas y ganen dinero. Es el surtidor de una fiesta a la que nunca está invitada. Y su sonido, el sonido que debería ser de vida, es el rumor triste de un manantial llorando en un mar artificial que todo lo inunda y no sacia la sed de nadie.