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Auschwitz, un campo donde la música no debería haber existido

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En Auschwitz, el campo de exterminio nazi, la música no debería haber existido. Sin embargo, hubo una orquesta. Formada por niñas, prisioneras. Por supervivientes del horror que afinaban instrumentos en lugar de rendirse.

La Orquesta de Niñas de Auschwitz nació en 1943, como un proyecto de propaganda de la SS Maria Mandel. Un intento de disfrazar el infierno con melodías. Al principio, eran pocas. Una profesora polaca, Zofia Czajkowska, fue puesta al frente.

Tocaban con lo que había: acordeones, una mandolina, cuerdas rescatadas de la orquesta masculina del campo.

Poco después, se permitió el ingreso de jóvenes judías. Entre ellas, la talentosa violonchelista Anita Lasker-Wallfisch y la pianista Fania Fénelon, que años más tarde contarían su historia al mundo.

Cada mañana, la orquesta tocaba marchas mientras los prisioneros salían a trabajar. Cada tarde, los recibía con las mismas notas. La música era un hilo frágil entre la vida y la muerte.

En 1943, Alma Rosé, sobrina de Gustav Mahler, asumió la dirección. Transformó ese grupo amateur en un verdadero conjunto musical. Ensayaban con disciplina. Tocaban marchas militares, pero también —a escondidas— piezas prohibidas, compositores judíos, melodías que recordaban una vida anterior.

Alma les devolvió dignidad. Les dio sentido. Sin embargo, murió repentinamente en abril de 1944, y con ella, algo se rompió.

En noviembre de ese año, las niñas judías fueron enviadas a Bergen-Belsen. Ya no había orquesta. Solo hambre, enfermedades y muerte. Las demás fueron trasladadas a Ravensbrück.

Algunas sobrevivieron. Otras no. Pero todas tocaron una sinfonía que no era de notas… era de resistencia.

Porque incluso en el corazón del horror, alguien tocó el violín.

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