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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- La Fiscalía de la República de Cuba acusa al ex vice primer ministro y otrora ministro de Economía y Planificación, Alejandro Gil Fernández, de una lista de delitos tan extensa que parecería sacada de una novela de Kafka. Entre ellos figura uno que podría llevarlo incluso al paredón de fusilamiento: espionaje. Sí, en pleno siglo XXI, el régimen cubano desempolva viejos fantasmas para construir un nuevo espectáculo judicial que pretende desviar la atención del verdadero crimen: el hundimiento total de la economía nacional.
Lo curioso es que todos los delitos que se le imputan a Gil son, en realidad, prácticas habituales dentro de la llamada “cúpula revolucionaria”. El cohecho, por ejemplo: ¿acaso no es una costumbre arraigada en el funcionariado cubano recibir “bolsas de regalos”, prebendas o favores por debajo de la mesa? Eso no lo inventó Gil; lo aprendió del propio Estado, que ha institucionalizado la corrupción como parte del “modelo socialista”.
El lavado de activos es otro de los cargos que se le atribuyen. Pero si de eso se trata, entonces habría que encarcelar a GAESA y a todos sus miembros, porque no hay empresa en Cuba que mueva más dinero opaco, ni estructura más blindada al escrutinio público que ese conglomerado militar-financiero.
¿Y qué decir de la malversación? Ese delito, en el contexto cubano, se ha convertido casi en una virtud revolucionaria. Desde los niveles más altos del poder hasta las oficinas intermedias, la “malversación” no es más que una forma de supervivencia dentro del aparato estatal. Por eso suena a chiste acusar a un ministro por algo que todos practican con total impunidad.
Más cómico aún es el cargo de evasión fiscal. ¿De qué impuestos hablan en un país donde el Estado es el único empresario? ¿Cuántos negocios personales podía tener un ministro dentro de un sistema en el que nada pertenece a nadie, salvo al Partido Comunista? Es un absurdo digno de teatro político.
Y si de enriquecimiento ilícito se trata, ¿por qué no mirar hacia otros viejos dinosaurios de la revolución? ¿Por qué no investigar a Guillermo García Frías y toda su familia, con sus fincas privadas, sus negocios de carne de res y su vida de privilegios? La respuesta es simple: porque no se trata de justicia, sino de una purga disfrazada de legalidad.
El único delito real y comprobable que cometió Alejandro Gil Fernández fue haber destrozado la economía cubana con su desastrosa “Tarea Ordenamiento”: esa reforma monetaria de 2021 que buscaba eliminar la doble moneda y terminó provocando una inflación galopante, la ruina del salario, y la pérdida total del poder adquisitivo del pueblo. Esa sí fue una catástrofe nacional. Pero si de eso se le acusa, entonces habría que procesar a la Asamblea Nacional completa, porque todos votaron unánimemente por esa medida, incluyendo a Miguel Díaz-Canel y al primer ministro Manuel Marrero.
Gil, en definitiva, es un Gil: un ingenuo funcional, una ficha de ajedrez sacrificada para distraer al pueblo. Una fosforera desechable, un pedazo de papel sanitario usado por un sistema que necesita limpiar su propia imagen ante el colapso inminente.
La caída de Alejandro Gil no es justicia: es un circo sin pan, un espectáculo de humo para apaciguar la indignación nacional. Mientras tanto, los verdaderos responsables de la ruina económica siguen en el poder, repitiendo consignas vacías y culpando a “los enemigos externos”, mientras el pueblo cubano paga, como siempre, el precio de la injusticia.