La habana.- Estamos en “Periodo especial”. No cesa el aguacero de infortunios cuando la noticia llega tal estruendo de manada salvaje: “¡Se rompió Cosculluela!” Pocas horas después del grito, varios territorios quedan en sequía, entre ellos el municipio Playa, donde existe, desde 1904, un barrio edificado en terrenos de la finca “Santa Catalina de Buenavista”.
Las parcelas se venden a plazo; el precio, razonable, convierte la zona en un barrio obrero habitado por gente humilde. Música, deporte y santería emergen como fundamentos culturales de la comunidad.
Cosculluela, apellido muy antiguo, oriundo del pueblo Coscojuela de Sobrarbe, provincia de Huesca, Aragón. Patronímico del ingeniero civil cubano Juan Antonio Cosculluela Barreras (1884-1950), quien realiza estudios secundarios en Manhattan previo a cursar la Universidad de la Habana, resulta un talentoso ingeniero civil y perseverante investigador sobre los aborígenes cubanos. Entre sus obras ingenieras destaca la fuente abastecedora de agua conocida por “Cosculluela”. Realizada en 1949, persiste como santuario para todos los cubanos dependientes del abastecimiento de esta cuenca, rezando porque sus fuerzas motrices continúen, cual pirámide de Egipto, desafiando al tiempo.
El chofer, carismático, ya entrado en los sesenta. Voz grave que suena a despertador ruso interrumpiendo las tres breves horas de sueño. El impacto del primer viaje rememora a África. He visto esas expresiones. Una columna enorme de personas ansiosas, irritadas… manos sosteniendo vasijas para acopiar agua; tanques, palanganas, pomos, galones… dibujan una fila compacta de desesperación. Entonces decidimos completar dos viajes por cada cuadra del territorio que nos corresponde.
Tanque lleno; listo para partir, acciona el cilindro de encendido. Los gritos hacen que se detenga inmediatamente. Bajo la rueda delantera aparece una bicicleta. El ZIL 130 se ha movido lo suficiente, destrozando las bielas del ciclo. Sobrevienen gritos, amenazas de muerte, apedreamiento y, por supuesto, la pinga, patrimonio inmaterial de la nación cubana.
El chofer, lleno de paciencia intenta explicar a un joven espigado, fuera de control, que no ha sido su culpa, de la misma manera trasmite sus intenciones de ayudar a una solución. Surge la propuesta de acompañarlo a su casa. Sin embargo, sucede que la bicicleta “se pierde” en el camino, generando un irreversible nudo gordiano. Tornado el diálogo en quimera, sugerimos la intervención policiaca, variante que rechaza este joven esbelto, sirviéndose nuevamente de la pinga para enfatizar su desacuerdo. Dejamos Buenavista guiando “La pipa” hacia una de las zonas de abastecimiento.
Una vez más, el bramido infernal del chofer esparce toda posibilidad de descanso. Niegan la entrega del combustible. Estamos circulados por haber asesinado a una anciana y darnos a la fuga. Así reporta la policía. En la estación nos espera un señor de considerable estatura, voz afable y calmada. Se presenta como el padre del muchacho de la bicicleta; nos escucha, reacciona bien, disculpándose, consciente del estado psicológico de su hijo, incluso, hace referencia a tratamientos médicos.
El chofer reitera su disposición de ayudar con la reparación del ciclo. Estamos despidiéndonos cuando un oficial vestido de civil, desbordado en sorna nos retiene, a la vez que pide lo sigamos a su oficina. Con tono cínico, hiriente, expresa “satisfacción” por habernos entendido, pues “maneja información” sobre la borrachera que tenía el chofer en el momento del incidente.
La reacción es tremenda, las voces se proyectan con fuerza. Desde otra oficina acude un gordo enorme, blanco, tono de piel aire acondicionado las 24 horas del día. Se presenta como abogado. Manifiesta que ese sitio no es el barrio de Buenavista para levantar la voz de esa manera. Algo me impulsa a preguntarle al padre del muchacho, que se ha mantenido en silencio, sobre su profesión. “Oficial de inteligencia”, me responde sin abandonar la postura sobria que muestra desde el principio.
Salgo de la oficina dejando la mano del oficial de civil en el aire, siento que mi rostro está a punto de estallar. En breves minutos la puerta del camión se abre. Sube el chofer. Ahora sus ojos están inyectados en sangre, la tonalidad de la piel se ha tornado rojiza y se evidencian las venas como rutas en los mapas. “¿Por dónde empezamos hoy?”, me pregunta, mientras el motor del Zil 130 ruge con rabia, abriéndose paso por las angostas calles de Buenavista.