
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Hay quien cree que la vida en Cuba se reduce a una sucesión de apagones, como si el problema fuera solo la oscuridad que se cuela por las ventanas cuando el tendido eléctrico colapsa.
Pero la oscuridad no es solo la que llega con los cortes de corriente, sino la que se instala en los ojos de la gente cuando abre la nevera y no hay comida, cuando mira el salario y no alcanza, cuando pisa la calle y no hay transporte, cuando abre el grifo y no cae agua.
Claro que sin electricidad se puede vivir. En los campos, muchos lo hicieron durante años. Pero el problema no es volver al candil, sino que el candil tampoco tiene kerosén, y el gas no llega, y el carbón cuesta más que el sueldo de un mes.
El problema no es adaptarse, sino que la adaptación tiene un límite: el cuerpo. El estómago no se adapta al hambre, los enfermos no se adaptan a la falta de medicinas, los niños no se adaptan a las escuelas sin maestros ni libros. La resiliencia es un discurso bonito para quien no tiene que vivir de ella.
Y mientras tanto, el país se deshace. Los hospitales son depósitos de miseria, las calles son vertederos, los cadáveres esperan días para ser enterrados. ¿Qué clase de resiliencia puede haber cuando ni siquiera hay féretros? Cuando los muertos no caben en las morgues y las ambulancias no tienen gasolina. Cuando la basura se acumula y las ratas campan a sus anchas frente a los ministerios. La decadencia no es un accidente, es una política.
El transporte es una lotería. Los ómnibus pasan cuando les da la gana, los trenes son un mito, los aviones un privilegio de otros. Y la gente camina, como siempre, porque caminar es lo único que nunca se ha racionado. Pero hasta eso duele cuando no hay zapatos, cuando las suelas se despegan y el salario no alcanza para pegarlas. La movilidad es un lujo en un país donde hasta los muertos tienen que esperar su turno.
Y luego está el agua. O más bien, la falta de ella. O el agua sucia, venenosa, mezclada con heces y químicos. En muchos pueblos de Cuba la gente bebe muerte embotellada en pozos contaminados. En La Habana, los baldes son más útiles que los grifos. El agua, ese derecho básico que hasta los romanos garantizaban, aquí es un milagro. Pero no hay virgen que valga cuando las tuberías son más viejas que la revolución.
La comida es otro invento. No hay carne, no hay huevos, no hay aceite, no hay azúcar. En un país que fue el azucarero del mundo, ahora el dulce es un artículo de lujo. Los mercados en dólares venden a precios de Manhattan para salarios de subsistencia. Y los campesinos, los únicos que podrían salvarnos, son acosados por un Estado que prefiere culparlos antes que darles herramientas. El hambre no es un error de cálculo, es un cálculo.
Y mientras, los dirigentes hablan de resistencia, de dignidad, de bloqueos imaginarios y enemigos externos. Pero nadie asume la responsabilidad. Nadie dice: «Esto lo hicimos nosotros». Nadie renuncia. Nadie pide perdón. Solo hay discursos y más discursos, mientras las panzas de los jerarcas crecen y las del pueblo se hunden. La culpa siempre es del otro: del campesino, del vendedor ambulante, del imperialismo, de la mala suerte. Nunca de ellos.
Al final, no es solo la corriente. No es solo el hambre, ni la basura, ni la falta de agua, ni los hospitales podridos. Es todo junto. Es el país entero convertido en un campo de concentración sin alambradas, donde la gente se escapa o se muere. Y lo peor no es la miseria, sino la mentira. La farsa de que esto es normal, de que hay que aguantar, de que la resiliencia es un valor y no una condena. La luz no se fue solo en los postes. Se fue hace mucho en la dignidad de quienes nos gobiernan.