Por Ernesto Ramón Domenech Espinosa ()
Toronto.- Sin al abrazo sincero del amigo, sin el regaño oportuno del maestro, sin el beso de bienvenida del abuelo quedaría incompleta mi formación moral y espiritual. Abuelo Arturo siempre estuvo allí, magnánimo, luciendo el blanco prefecto de sus canas, dispuesto a ayudar. A veces me sorprenden sus recuerdos, mirados desde la distancia, intercambiados por los ecos, se acentúan los afectos.
Ya no siento aversión por los boleros, ya asumo con cierta tranquilidad algunas derrotas. Hay, sin embargo, un oro que sigue exhibiendo su brillo inconfundible: el cariño sin estridencias, el abrazo protector del Abuelo.
Arturo Macario Espinosa Peña, mi abuelo, fue un hombre de pocas palabras y muchas angustias. Hombre de ninguna fiesta o celebración, de doble jornada laboral, de cero lecturas y sobremesas de radio; fue un abstemio por voluntad propia que casi siempre estrujaba en su boca un cabo de tabaco. Un amor tuvo Arturo, y una tristeza: Margot, mujer amargada y amargante de la que no recuerdo un solo gesto de generosidad o ternura. Y a pesar de todo nunca lo vi pelear, renegar, gritar; soportó con dignidad estoica, y en silencio, aquellos durísimos años ‘90.
Con el Abuelo solía compartir la cama cada vez que nos íbamos a Cienfuegos, me iba a ver jugar pelota en el modesto estadio de la antigua escuela de los “Maristas” (la EIDE), me pegaba a él en sus ratos de dominó y conversación con los amigos a los que siempre escuché llamar “Hermanos”. En la mesa nos sentábamos uno frente al otro, los dos zurdos, los dos ladictos al pan, la miel de abeja y los dulces caseros.
Mi madre me contó de sus miedos, de trabajos que hacía sin cobrar, de una muda de ropa prestada al amigo y que luego aquel terminara empeñando en una de esas casas de préstamos, de su años trabajado en el ingenio San Agustín. Yo lo reconozco en la estación de trenes para despedirnos, bañando a su hermano Vicente cuando ya pasaba los 77 años, cocinando para Margot a las dos de la madrugada ya cumplidos los 80, ahorrando centavo a centavo y llenando laticas de monedas. Era él quien preparaba lo catres, las frazadas y el desayuno para mis amigos cuando los carnavales de la ciudad.
Puedo resumir su vida, su filosofía, en unas pocas frases:
• He sido un hombre dichoso, nunca me faltó trabajo.
• El hombre que de verdad quiere trabajar siempre encuentra un trabajo.
• Los Comunistas son mentirosos y ladrones.
• No pelees con tus padres, le debes respeto.
• Creo en Dios, sólo el Señor nos salva.
En nuestra familia, como en todas, siempre ha habido discrepancias, desacuerdos, puntos de vistas encontrados. En algo todos estamos de acuerdo: El Abuelo ha sido, y es, lo mejor de mosotros, lo que nos distingue; su sola existencia convalidó la Nuestra. Nada podemos reprocharle, estamos en deuda por sus besos, su mirada sincera, su voz baja, su auténtica modestia.
Su condición humana me quedó revelada una tarde de principios de los ‘80. En un garaje poco ventilado y estrecho, solían reunirse un grupo de hombres, pasaban de los 60 casi todos. Allí se entregaban con extraña pasión a combinar fichas, celebrar capicúas o zapateros, a meter forros camuflados. Hasta el local llegaba Carlitos, un joven de veinte y pico de años, Síndrome de Down y al que casi todos le hacían bromas, a veces pesadas, o lo ignoraban. Llevaba siempre Carlitos un trozo de soga gastada en la que constantemente hacía y deshacía nudos. Con el Abuelo tenía una relación cercana, de inocente complicidad, y lo buscaba y lo invitaba al juego de los nudos. Cuyo, Cuyo, así llamaba Carlitos al Abuelo, mientras le ofrecía su “cuerda mágica”.
Un día el Abuelo enfermó, cayó en cama y no pudo ir al dominó por tres días. La fiebre, el dolor de cabeza y algo de toz no cedían y ni siquiera se iba al sillón. Entonces nos fuimos a Cienfuegos. Salí corriendo desde la Estación de Trenes hasta el número 5518 de la calle Colón, casi sin aliento empujé la puerta y atravesé sala, comedor y el primer cuarto sin pestañear. Al entrar al segundo cuarto me paré de golpe, me conmovió la escena que tenía enfrente: El Abuelo yacía en su cama, sentado a su lado estaba Carlitos, que jamás salía de su casa, y mientras le pasaba la mano por la cara le besaba en la frente y le animaba: Cuyo, Cuyo, Cuyo…
Hace ya 30 años, en el verano de 1994, en una mísera cama del Hospital “Gustavo Aldereguía”, sin atención médica, sin un diagnóstico, con unos dolores intensos, sangrando, delirando, murió mi Abuelo. Tuvo un entierro discreto, como la vida que tuvo. Las marcas que deja un tiempo, los juegos de la memoria y el comentario de una amiga se han combinado en misteriosas proporciones y me hacen escribir estas palabras para reencontrarme hoy con un hombre bueno, Padre dos veces, con el Abuelo.
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