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Cabrera Infante: la voz más crítica de la cultura cubana

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Por Jorge L. León (Historiador e investigación)

Houston.- La historia de Guillermo Cabrera Infante no es la de un hombre contra un sistema, sino la de una conciencia contra una máscara.

Mientras unos aprendían a hablar en himnos, él oía la respiración real de las calles. No confundía el grito con la verdad ni el uniforme con el alma. Su patria fue siempre la lengua, ese territorio sin fronteras donde la libertad no necesita permisos ni sellos.

Al principio, la revolución fue para él apenas un lunes a medio abrir: una promesa incompleta, una luz que ya mostraba sombra. Comprendió pronto que no le pedían participación, sino devoción; no le ofrecían diálogo, sino altar. Y un escritor no nace para arrodillarse ante ningún altar.

No lo expulsaron de una tierra: lo expulsaron del aire.

Le pidieron que cantara. Él eligió escribir. Y quien escribe de verdad no puede ser domesticado.

Tres tristes tigres no fue una novela: fue un terremoto en el idioma. Allí la lengua cubana dejó de caminar: bailó. Dejó de explicar: brilló. Dejó de obedecer: desobedeció con música. Su delito no fue político: fue estético. No quiso destruir un poder; quiso salvar una voz.

Y en ese camino, sí: lo hizo. Lo definió.

No con insultos groseros, no con panfletos, sino con algo más peligroso: lucidez. Cabrera Infante comprendió que el líder no era un padre de la patria, sino un rehén de su propia imagen. Y lo dejó caer no con gritos, sino con una metáfora que lo persigue hasta hoy:

“Mephistofidel.”

En esa sola palabra, Cabrera Infante desnudó lo que el poder no podía tolerar: la fusión de la tentación con la mentira, del carisma con la condena. No lo llamó tirano: lo convirtió en símbolo. Y el símbolo fue más duradero que cualquier discurso.

Pero no se quedó en la literatura pura. Cuando habló, lo hizo con la gravedad de quien ha visto el naufragio de una nación, sin odio, sin teatralidad, con la exactitud del testigo:

“Hoy la isla es un barco que naufraga en miles de balsas… y la vida allí es tan atroz como en los tiempos de la colonia española — pero peor, ya que toda la isla es un gran campo de concentración.”

No fue una lucha política. Fue una lucha de naturalezas.

Talento contra soberbia. Lenguaje contra mármol. Ciudad viva contra estatua inmóvil.

Mientras Cabrera Infante edificaba con ironía, el poder edificaba con eco. Mientras uno dudaba para pensar, el otro ordenaba para callar. Uno vivía del temblor de la inteligencia; el otro de la rigidez de su propia solemnidad.

El exilio no fue su derrota: fue su segunda respiración. Se llevó a Cuba en la sintaxis, en el ritmo de cada frase, en la música invisible de las palabras. Pueden confiscar casas, imprentas, pasaportes. No pueden confiscar una voz que aprendió a ser libre antes que obediente.

Hoy su obra no necesita defensa. No grita, no acusa: permanece. No ataca: revela. Porque los regímenes envejecen, los discursos se oxidan, los mitos se desmoronan. Pero la verdadera literatura no se derrumba: sigue respirando.

Y eso fue Cabrera Infante: un hombre que no necesitó derrotar a nadie, porque le bastó con algo más temible que cualquier poder: definirlo.

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