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Por Datos Históricos
“No eran cobayas. Eran niños… y el silencio en sus cunas gritaba más fuerte que cualquier dato.”
La Habana.- En los años treinta, en la tranquila ciudad de Davenport, Iowa, un grupo de niños fue utilizado para uno de los experimentos más inquietantes de la historia del desarrollo humano. El Iowa Soldiers’ Orphans’ Home, fundado tras la Guerra Civil para acoger huérfanos de soldados, se había convertido en un lugar frío, donde las cunas alineadas reemplazaban el calor de un abrazo y el llanto era ignorado como si fuera un ruido más entre las paredes.
Allí, un equipo de investigadores del Iowa Child Welfare Research Station decidió probar una hipótesis: que la inteligencia era hereditaria, y que los niños pobres o abandonados estaban condenados genéticamente a la mediocridad. Los pequeños, etiquetados como “de baja capacidad”, fueron observados, medidos y comparados. Ninguno comprendía que, en nombre de la ciencia, se estaba experimentando con su humanidad.
Las condiciones del orfanato eran desoladoras: bebés que no lloraban, niños que no reían, cuerpos pequeños en un entorno estéril. El abandono emocional fue tan profundo que los investigadores registraron cómo su rendimiento intelectual disminuía con el tiempo, como si la tristeza pudiera medirse en puntos de coeficiente intelectual.
Pero entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Algunos de esos niños fueron trasladados a hogares adoptivos donde recibieron afecto, atención y estímulo. Sus mentes florecieron. Las pruebas de inteligencia se dispararon. Los mismos niños que habían sido catalogados como “deficientes” demostraron que el amor y la calidez humana podían cambiar incluso los resultados de la ciencia.
Aquel hallazgo destrozó las ideas eugenésicas de la época, pero el costo fue incalculable: decenas de infancias utilizadas como datos. El experimento reveló una verdad trágica y luminosa al mismo tiempo: la inteligencia no nace solo del cerebro, sino del corazón que la acompaña.