Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Padura y la ajenitud de un país que se cansa de sí mismo

Comparte esta noticia

Por Eliecer Pérez

Guadalajara.- Leonardo Padura, con esa voz cansada que parece arrastrar no solo décadas de literatura, sino también la erosión espiritual de un país entero, volvió a recordarnos —como si lo ignoráramos— que Cuba vive un agotamiento histórico que ya huele a óxido.

Padura lo llama “cansancio histórico”, pero en realidad es esa resaca perpetua de un país donde todo, absolutamente todo, es “histórico”: un congreso de agricultores, un juego de pelota, un discurso soporífero. Todo elevado a la categoría de epopeya para justificar un presente que no tiene ni épica ni futuro. Y claro, cuando todo es histórico, nada importa. Lo único que queda es esa mierda acumulada de promesas envejecidas, que se pega a la piel como humedad en una casa a punto de derrumbarse.

El escritor presentó su novela Morir en la arena, en Guadalajara, en medio de homenajes, aplausos y un doctorado Honoris Causa que cualquier otro convertiría en gloria personal. Pero Padura, con sus setenta años y una lucidez que todavía corta, prefiere convertirlo en un espejo: uno donde Cuba aparece del otro lado con una sociedad desgastada, pragmática por obligación y asfixiada por la escasez más cruel de todas: la de esperanza.

Dice que es falso pensar que el país no ha cambiado en seis décadas. Y tiene razón. Ha cambiado lo único que no debía cambiar: el alma. La gente se acostumbró a sobrevivir, no a vivir. Se adaptó, como quien se adapta a una prisión larga: midiendo la luz, racionando la fe, aceptando que la dignidad también se desgasta.

Desde México, Padura habló de la estampida humana: 1,2 millones de cubanos en apenas tres años. Un país que pierde al 10 % de su población en tan poco tiempo no está migrando: está sangrando. Y aun así, él decide quedarse. No por romanticismo ni por patriotismo vacío, sino por algo más visceral: necesita respirar de cerca la desilusión, el desconcierto, las ruinas emocionales de una sociedad partida. Su decisión de quedarse no es heroicidad, es testimonio. Padura sabe que para escribir sobre Cuba hay que oler la humedad de sus calles, escuchar el silencio de sus apagones y sentir en carne propia ese temblor que produce vivir en un país que se derrumba sin hacer ruido.

Quedarse no significa que Cuba lo abrace

Él mismo lo admite: su fidelidad no es correspondida. Y ahí aparece su concepto de “ajenitud”, esa palabra que inventó para explicar lo que sentimos todos los que un día despertamos siendo extranjeros en nuestro propio barrio. Los códigos cambiaron, la moral se evaporó, la decencia —ese valor que en Cuba era más importante que el pan— desapareció como desaparecen las cosas en una casa donde todo falta. Y lo más jodido: nadie parece recordarla. La pérdida de valores no es un fenómeno, es una mutilación. Un país que olvida la decencia termina habitado por sobrevivientes, no por ciudadanos.

Mientras en la Feria Internacional del Libro (FIL) desfilan escritores de 34 países, mientras miles recorren pasillos llenos de libros, mientras Barcelona juega a ser invitada especial, Padura vuelve a poner el dedo en la llaga: Cuba ya no es una historia, es una herida abierta. Una que nadie fuera de la isla alcanza a comprender del todo. Y quizá por eso él insiste en quedarse allí, en esa contradicción dolorosa.

Para seguir escribiendo desde el epicentro del cansancio, desde la intemperie moral, desde el territorio donde la esperanza se volvió un artículo de lujo. Porque tal vez —solo tal vez— alguien tiene que contar esta caída con la honestidad del que aún se atreve a mirar de frente lo que queda del país.

Deja un comentario