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Por JOaquín Santander ()
Caracas.- La reciente y extravagante carta del general venezolano Hugo «El Pollo» Carvajal a Donald Trump, ofreciéndole revelaciones sobre una supuesta infiltración cubana en el corazón del poder estadounidense, puede leerse como un show marginal. Sin embargo, para el analista experto, es un recordatorio teatralizado de una política de estado habanera tan antigua como efectiva: la voluntad histórica de alterar el orden interno de Estados Unidos como mecanismo de defensa y retaliación. Lejos de la teoría conspirativa, se trata de una práctica documentada y constante.
El episodio más masivo y revelador ocurrió en 1980, durante el «Éxodo del Mariel». Tras la toma de la embajada del Perú en La Habana, el gobierno cubano, en un movimiento calculado, no solo permitió la salida de disidentes y familias, sino que embarcó a miles de reclusos de prisiones comunes y pacientes de hospitales siquiátricos. Este envío forzoso de problemas sociales fue un acto de guerra política no declarada, diseñado para sembrar el caos y tensionar el tejido social norteamericano. Fue una lección temprana de hibridismo: usar la migración como un arma.
Esa táctica sentó un precedente operativo. Durante décadas, los servicios de inteligencia cubanos han priorizado la infiltración y la influencia en organizaciones dentro de Estados Unidos. Su objetivo no ha sido el espionaje clásico militar –aunque también lo haya–, sino un trabajo más sutil y profundo: penetrar grupos de derechos civiles, organizaciones latinas, centros académicos y círculos políticos para amplificar divisiones sociales, deslegitimar políticas hacia la isla y crear redes de influencia y presión. La eficacia reside en su paciencia y en el conocimiento profundo de las fracturas de la sociedad estadounidense.

La carta de Carvajal, un exaliado clave de La Habana en Caracas, debe contextualizarse en esta larga historia. Su «oferta» no es más que un guiño para reactivar, en plena crisis entre Estaos Unidos y Venezuela, el nerviosismo histórico sobre la penetración cubana. Es un intento de colocar el tema nuevamente en la agenda, recordándole a Washington que el régimen conserva cartas de influencia y conocimiento operativo dentro de su territorio. Es la sombra que se proyecta para negociar desde una posición de fuerza percibida.
La estrategia total se asienta en un pilar doctrinal: para un pequeño estado sitiado por una superpotencia, la mejor defensa es proyectar capacidad de ofensa interna en el rival. La Habana nunca ha tenido los recursos para un conflicto directo, pero ha perfeccionado el arte de la guerra asimétrica en el patio trasero de su enemigo. Cada crisis migratoria manipulada, cada agente de influencia colocado, cada alianza con un actor desestabilizador (como el chavismo) es un eslabón en esta cadena.
Frente a esto, las administraciones estadounidenses han oscillado entre la paranoia excesiva y la ingenua indulgencia. Subestimar la capacidad y la determinación de los servicios cubanos es un error histórico. Pero, al mismo tiempo, sobredimensionar su poder real puede llevar a una persecución contraproducente y a otorgarles una aura de omnipotencia que no poseen. El desafío es la contención inteligente, sin elixir de la histeria.
En definitiva, la intención del gobierno cubano de influir y desestabilizar el orden interno estadounidense no es una ficción de la Guerra Fría; es una realidad estratégica que ha evolucionado. Del Mariel a las infiltraciones silenciosas y a las alianzas con regímenes como el de Maduro, La Habana ha jugado una partida larga, donde su victoria no se mide en batallas campales, sino en su capacidad para mantener a su gigante vecino distraído, dividido y, constantemente, mirando hacia la sombra que él mismo ayuda a crear.
Sin embargo, los vientos que soplan en el sur del Caribe pueden cambiar un poco más al norte. Washington, una vez concluido su trabajo en Venezuela, podría poner los focos en Cuba. Y entonces la jerarquía castrista podría pagar todo lo que debe. Aunque no paguen todos los culpables.