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Por Oscar Durán
La Habana.- El representante del Programa Mundial de Alimentos, Étienne Labande, apareció en La Habana diciendo que Cuba tiene como “fortaleza” su capacidad para implementar una estrategia nacional de fortificación de alimentos.
Lo dijo con esa elegancia diplomática que obliga a suavizar lo evidente: que el país atraviesa una crisis alimentaria tan profunda que ningún congreso, simposio o conferencia logra taparla. Mientras en e lSimposio Innovación para la Sostenibilidad de la Industria Alimentaria (SISIA 2025) hablaban de innovación y sostenibilidad, en los barrios la gente sigue haciendo colas eternas por una libra de arroz y una compota que ya ni existe. Porque ese es el detalle: al régimen se le agotó hasta la posibilidad de fingir abundancia.
Labande recordó que desde finales de 2023 el Programa Mundial de Alimentos (PMA) retomó la asesoría técnica al Gobierno cubano para impulsar esta iniciativa. Suena bonito: fortalecer la industria nacional, mejorar la canasta, apoyar un marco regulatorio. Pero cualquiera que viva en Cuba sabe que la palabra “fortificación” no cabe en un país donde las panaderías venden pan sin levadura, donde la leche en polvo es un mito y donde el Estado lleva años incapaz de producir ni siquiera los alimentos más básicos. El discurso, sin embargo, continúa: recuperar prácticas antiguas, mejorar procesos, impulsar tecnología. Todo muy correcto… en el papel.
Los participantes del proyecto incluyen sectores como Industria Alimentaria, Agricultura y Salud Pública. Justo las mismas instituciones que han dejado al país sumido en uno de los peores escenarios nutricionales de su historia contemporánea. Hablan de incorporar alimentos fortificados a la canasta básica, mejorar la calidad de las dietas y atender a los grupos vulnerables. Pero lo que cualquier cubano vulnerable se encuentra es otra cosa: mercados fantasmas, carnicerías vacías y un sistema de salud que no tiene ni vitaminas, ni sueros, ni aspirinas. Las palabras de estos eventos casi nunca llegan a la mesa de nadie.
Labande también dijo que en Cuba existe una comunidad científica fuerte y una infraestructura que permitiría desarrollar estos procesos, y que apenas falta “asegurar la sostenibilidad”. Eso de la sostenibilidad suena a eufemismo cuando se trata de un país que no puede garantizar electricidad estable, menos aún una cadena productiva continua. Mencionó las compotas, el trigo y otros productos que antes se fortificaban. Lo que no dijo —aunque seguramente lo piensa— es que el país dejó de fortificar alimentos porque dejó de producirlos, porque la dictadura barrió con la industria, la agricultura, la tecnología y cualquier margen de autonomía que tenía el sistema alimentario nacional.
El simposio se dedicó, además, al centenario del natalicio de Fidel Castro. Ironías de un país donde la industria alimentaria está destruida precisamente por las políticas impulsadas durante su mandato. El Instituto de Investigaciones para la Industria Alimentaria (IIIA) presume logros mientras los cubanos dependen de remesas para comer, los niños crecen con déficit nutricional y los hospitales recomiendan “creatividad” para sustituir alimentos inexistentes.
En definitiva, estos eventos continúan siendo vitrinas donde la dictadura intenta simular éxito, mientras lo único que crece en la isla no es la fortificación de alimentos, sino el hambre, la escasez y el abandono absoluto del régimen a su propio pueblo.