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La escolta invisible: la mano cubana detrás de muchos presidentes

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- No es que Fidel Castro exportara la revolución, que también, sino que exportó la paranoia. Y con ella, un servicio de inteligencia que aprendió a sobrevivir en La Habana mirando siempre quién entraba por la puerta y quién se iba por la ventana, y que acabó convirtiéndose en la única empresa de capital cubano con verdadero éxito multinacional: el alquiler de miedos y guardaespaldas.

El caso más extraño, o el que más parece un guion descartado de John le Carré por inverosímil, es el de Augusto Pinochet. Sí, el de Chile. Hay versiones, cada vez menos susurradas y más documentadas, que dicen que entre sus escoltas de confianza, los que le pasaban el café y revisaban el motor del coche, había cubanos. Los hermanos Tony y Patricio La Guardia, entre muchos otros. Y que no estaban allí para protegerlo, sino para esperar la orden. La orden que al final, dicen, llegó.

Es una historia tan perfecta que casi da pena cuestionarla: la inteligencia castrista decidió que Allende no se podía rendir. Que no. Que era más importante muerto que preso. Y algún disparo de AK-47 evitó una capitulación. No fue un diparo enemigo, ni fue suicidio. Fue fuego amigo. Si se le puede llamar así.

Pero el modelo de negocio no era la venganza, era la dependencia. El producto estrella se llamaba confianza absoluta. Y nadie lo compró como Hugo Chávez. Él, que desconfiaba de sus propios generales, que veía traiciones en cada sombra de Miraflores, solo se relajaba —si es que ese hombre se relajaba alguna vez— cuando estaba rodeado de cubanos.

Ellos manejaban sus horarios, sus comidas, sus micrófonos, sus llaves. Leían sus correos antes que él. Eran, literalmente, el aire que respiraba. Chávez pensaba que así se blindaba de sus enemigos. Y quizá era cierto. Lo que no calculó es que también se blindaba de su propio pueblo, y de cualquier otra influencia que no pasara por el filtro verde olivo. Su lealtad a La Habana no era ideológica; era visceral, de las que se sienten en la nuca. La única nuca en la que confiaba era la que tenía acento habanero.

Evo Morales y Daniel Ortega

Luego vino la expansión de la franquicia. En Bolivia, Evo Morales tenía escoltas bolivianos, altos, apuestos, con sombreros de tela y pinganillos, imponentes. Pero los que olfateaban el veneno en el aire, los que revisaban con aparaticos si un regalo llevaba polonio o solo buenas intenciones, los que supervisaban lo que el presidente se metía en el cuerpo, eran cubanos.

No eran la cara visible de la seguridad, eran el sistema nervioso. La sombra dentro de la sombra. Una presencia discreta pero total, que convertía la protección en una forma de custodia material y, de paso, política. Evo podía hablar de la Pachamama y del imperio, pero su día a día estaba microgestionado desde un manual escrito a miles de kilómetros, cerca del Malecón.

Con Daniel Ortega la cosa es más familiar, casi de hermanos siameses. Allí los cubanos no son un servicio contratado, son el mobiliario permanente de un régimen que lleva tanto tiempo en el poder que ya no sabe dónde termina él y dónde empieza La Habana. Es una simbiosis.

Ortega necesita el know-how represivo y la paciencia conspirativa cubana; Cuba necesita un satélite fiel en Centroamérica. Es una relación tan antigua y enquistada que ya nadie recuerda quién protege a quién, o si más bien se están protegiendo mutuamente del único enemigo que de verdad temen: el desenlace.

El secuestrado Maduro

Y luego está Nicolás Maduro, el caso más urgente y patético. Su seguridad es un chaleco antibalas cubano que se ha convertido en una cárcel. Los custodios ya no están solo para evitar que le disparen, sino para evitar que negocie, que claudique, que pacte una salida con los gringos.

A La Habana no le sirve un Maduro preso en Miami o exiliado en Turquía. Le sirve un Maduro mártir, o un Maduro resistiendo hasta el último aliento en un bunker. Un Maduro que se rinda es un producto que se deprecia y un mensaje catastrófico para la marca: si dejas que caiga el que protegías, ¿quién va a contratarte mañana? Por eso su escolta invisible es ahora su carcelera. Lo protegen de las balas, pero sobre todo de sus propias dudas.

Al final, el genio de Fidel fue entender antes que nadie que en política lo más valioso no es el petróleo, ni las minas, ni las fábricas. Es el miedo de los hombres poderosos. Y montó la única compañía del mundo que lo vende empaquetado en trajes discretos, miradas alertas y acento caribeño.

Han protegido a tirano, a revolucionarios, a socialistas y a nacionalistas. Su ideología real no es el marxismo-leninismo, es la perpetuación. Su patria no es Cuba; es el lado más oscuro y receloso del poder. Y su mayor éxito es que, para muchos de esos presidentes, la idea de vivir sin ellos resulta, sencillamente, aterradora. Pero que tenga cuidado Maduro, que La Habana lo entrega… con los pies para alante.

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