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Por Eduardo Díaz Delgado ()
Madrid.- Cuando uno observa a una ciberclaria —esa criatura digital que se aferra al poder como si el régimen fuera su padre perdido— lo primero que salta no es la política, es la cabeza. Hay que verla clínicamente: un patrón mental que no nace de ideas, sino de miedo, de disonancia, de ese esfuerzo agotador por no aceptar lo evidente.
Porque la ciberclaria sabe. Esa es la parte trágica: sabe.
Pero necesita no saber para seguir respirando.
De ahí sale su comportamiento: negar lo que ve, atacar al que piensa, repetir como un rosario cualquier frase de los medios oficiales que la mantenga entretenida y alejada del derrumbe interno. Lo que desde fuera parecen gritos ideológicos, desde dentro es pura ansiedad, pura tensión entre lo que pasa y lo que no se quiere admitir.
Y ahí aparecen sus defensas: proyecta su rabia en los demás, desplaza su frustración hacia quien critica en vez de hacia quien la oprime, e idealiza al poder como si fuera el único adulto responsable en su mundo roto. No es racional: es supervivencia emocional.
A nivel afectivo, la historia es todavía más triste. No identifica lo que siente. No procesa nada. Acumula. Revienta. Por eso la irritabilidad, los insultos, esa agresividad que parece gratuita pero no lo es: es la única manera que tiene de sacar lo que no puede nombrar. La ciberclaria no habla sus emociones; las escupe.
Todo esto descansa en un punto clave: dependencia absoluta del régimen. El poder funciona para ella como un bastón, una prótesis psicológica sin la cual se desarma. Es una identificación con el agresor de libro: necesita al opresor para sentirse protegida, guiada, validada. Sin la propaganda se queda en blanco.
Por eso adopta un narcisismo ajeno, prestado.
Esa superioridad que muestra es alquilada: se la da el discurso oficial. Se desinfla en cuanto se desconecta. Y como no soporta pensarse a sí misma, divide su moral: una parte sabe que defiende lo indefendible; la otra inventa excusas para no romperse más por dentro. Es una mente partida, intentando sostenerse con trozos de la propaganda, por eso veneran a Humberto, les da qué comer.
Todo su resentimiento —que es mucho— lo vuelca hacia afuera. Ataca al que denuncia porque le recuerda lo que ella nunca se atrevió a enfrentar.
Ataca al que despierta porque su despertar le evidencia su obediencia. Ataca al que piensa porque pensar le da miedo. Ahí está la clave: no teme la injusticia, teme la libertad. Tener criterio le aterra. Asumir su vida la paraliza. Prefiere el grillete conocido antes que enfrentarse con su propia conciencia.
No es maldad pura. Es una mente atrapada en sí misma, sosteniéndose a golpes. Necesita atacar para no colapsar. Necesita obedecer para no pensar. Necesita aferrarse para no sentir ese hueco interno del que huye.
Por eso seguirá hundida en su pantano mental: confundiendo sometimiento con seguridad, llamando enemigo a quien dice la verdad, y patria a los que la exprimen.
La ciberclaria no defiende al régimen. El régimen es el único pegamento que le queda para no romperse sola.