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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Desde la llanura avileña, más allá del polvo oficial que todo lo cubre, la voz de la doctora Verona Bonce se alza no como un grito, sino como un lúcido y pesado dictamen. No habla desde la teoría, sino desde la trinchera humeante de las salas de terapia, donde los cuerpos se acumulan en una progresión geométrica del horror.
Lo que describe no es una crisis sanitaria, es la disección de un colapso. Comienza con la anomalía más elemental: la letalidad. El Chikungunya, un virus banal cuya mortalidad ronda el 0.1%, está cosechando una cifra de muertos incompatible con la historia de la medicina.
Ciego de Ávila ha visto cómo su promedio diario de fallecidos se dispara de 12 a 34. Y ese número, frío y obsceno, flota en el aire de la provincia como un gas tóxico, mientras el silencio institucional se torna ensordecedor. La primera grieta en la narrativa oficial es esta: la estadística como evidencia de una mentira.
La segunda grieta es la clínica. El ojo entrenado del médico detecta lo que el discurso político omite: neumonías severas que no corresponden a un mosquito, una velocidad de transmisión exponencial que niega la epidemiología de las arbovirosis. El mecanismo de diagnóstico se revela, entonces, como un teatro del absurdo.
¿Cómo se afirma que es Chikungunya sin hacer los test específicos, las PCR que son el único faro en la niebla de los síntomas? El Instituto de Medicina Tropical (IPK) se convierte en un agujero negro: las muestras entran, pero la información no sale. El reporte, nos dice Bonce, va directamente al ministro. En esta opacidad, el diagnóstico se reduce a una caricatura: se nombra la enfermedad por el dolor articular, como si la medicina fuese un acto de adivinación y no una ciencia.
Hablamos, entonces, de un país de tres millones de convalecientes de una enfermedad que, en el resto del Caribe, jamás superó los diecinueve mil casos. La pregunta es inevitable: ¿qué monstruo de siete cabezas ha sido realmente desatado?
Y aquí, la lucidez de Bonce se transforma en una hipótesis demoledora. Recuerda el origen: Matanzas, finales de julio. La entrada silenciosa de las nuevas variantes de COVID, los sublinajes XCE Nimbus y XFG Stratus. 166 casos PCR positivos que, en el cálculo epidemiológico más elemental, se convierten en millones en apenas tres meses.
No hubo restricciones, no hubo alarmas. El virus navegó libre. Y entonces lanza la idea que lo cambia todo: cuando estas nuevas variantes de COVID, que «sí matan, mutan y simulan otros virus», entran en un organismo con Chikungunya, se modifican. Dejan de ser una cosa conocida para transformarse en un «alien» dentro del ecosistema humano, un patógeno quimérico que recoge 177 síntomas y secuelas. No es una teoría conspirativa; es la lógica viral puesta sobre la mesa, la única forma de explicar lo inexplicable.
Las consecuencias de esta quimera son las que llenan hoy las salas de terapia infantil. El médico señala el dato más desgarrador: la elevada estadística de niños fallecidos. El Chikungunya y el dengue no se comportan así en los brotes históricos de la región. No producen esta cosecha de jóvenes vidas truncadas por neumonías fulminantes, arritmias ventriculares, sangramientos masivos y tromboembolismos.
Estas son las causas de la elevada letalidad, un perfil de muerte que no corresponde al de un arbovirus, sino al de algo mucho más complejo y agresivo. La evidencia está en los cuerpos de los niños, en su sufrimiento silenciado, que clama contra el diagnóstico oficial.
Frente a este monumental «arroz con mango» sanitario, la respuesta del poder es previsible: simular control, instaurar un remedo de funcionalidad. Las mesas redondas son el «bla, bla, bla» que denuncia Bonce, el caché democrático para ocultar la incapacidad y el pánico.
El disenso de esta doctora, que pudo empezar siendo una queja técnica, se ha tornado radical porque la realidad es radical. No discute protocolos, discute la verdad misma. Y en un sistema donde la pluralidad de criterio es el enemigo a cercenar, su voz se vuelve peligrosa no por lo que dice, sino por la claridad con la que lo dice.
Al final, las palabras de Verona Bonce desde Ciego de Ávila no son solo un parte médico. Son la crónica de un naufragio anunciado y silenciado. Es la prueba de que la peor epidemia no es la del virus mutante, sino la de la desinformación institucionalizada.
Cuando un profesional de la salud debe pedir «espero por los PCR» y sacar sus «propias conclusiones», es que el contrato social entre la población y sus gobernantes se ha roto. Lo que queda es un paisaje desolado, donde la única patria posible es la verdad, por amarga que sea. Y esa verdad, hoy, tiene acento avileño.