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Por Jorge L. León (Historiador e Investigador)
Houston.- La Habana tuvo en el siglo XX personajes que definieron su carácter, su gracia y su misterio. Ninguno, sin embargo, alcanzó la estatura simbólica de El Caballero de París, ese hombre vestido de negro que, con porte aristocrático y palabra culta, se convirtió en un mito viviente de las calles habaneras. Su figura, mezcla de tragedia, nobleza y bohemia, marcó a generaciones enteras.
Su nombre verdadero era José María López Lledín, nacido en Galicia en 1899. Arribó a Cuba siendo apenas un muchacho de quince años, lleno de sueños y con el deseo de abrirse camino en una ciudad que entonces era moderna, viva, inquieta y abierta al mundo. Trabajó, prosperó modestamente, hizo amistades. La vida parecía sonreírle hasta que, en 1928, un episodio injusto cambió su destino para siempre.
Acusado falsamente del robo de unas joyas —una acusación jamás probada— terminó condenado a seis años de cárcel, una tragedia que fue minando lentamente su estabilidad mental. Pero aunque la reclusión dañó su mente, su espíritu noble, su cortesía y su sentido de la dignidad permanecieron intactos. De esa combinación extraña nació su leyenda.
Al salir de prisión comenzó a deambular por la ciudad, y entre los años 50 y 70 ya era una presencia reconocida en La Habana entera. Vestido siempre con traje negro, calzado impecable —a pesar de su pobreza— y su característica capa, caminaba como un personaje salido de un libro antiguo. Su lenguaje era culto, su acento profundamente español, su conversación salpicada de versos y referencias literarias. Podía citar a Cervantes o a Shakespeare con una facilidad desarmante.
A pesar de vivir en la indigencia, jamás pidió limosna. Su orgullo era férreo. Saludaba con reverencias, hablaba con caballerosidad extrema, sobre todo con las mujeres, a quienes trataba como si fuesen duquesas de un reino olvidado. Por eso La Habana entera lo amó: porque en él convivían la locura, la cultura y una bondad sin dobleces.
Su presencia iluminó calles como Obispo, Prado, Galiano o Reina. Para muchos habaneros —incluido yo, que lo vi de la mano de mi padre— su figura era inolvidable: la capa ondeando, la mirada extraviada en un mundo propio, la voz suave cargada de historias.
Decía alguna vez, mirando al infinito: “La vida es un largo salón donde desfilan almas vestidas de sueño… y yo soy apenas un invitado sin invitación.” Frase suya o atribuida, poco importa: encaja perfectamente en el espíritu que la ciudad vio en él.
Su locura, fruto del infortunio y la injusticia, nunca se volvió amargura. Caminó siempre sembrando cariño, respeto y un extraño encanto de otro tiempo. Murió en 1985 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, pero su imagen —como pocas en la memoria cubana— sobrevivió con fuerza a su propia muerte.
El Caballero de París es hoy parte esencial del mito habanero: la prueba de que incluso entre la miseria y el abandono puede florecer un alma hecha de cultura, elegancia y bondad. La ciudad que lo vio vagar también lo guarda como un tesoro. Porque hay locuras que no destruyen: revelan.