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Lo cortés…

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Por Ulises Toirac ()

La Habana.- A Cortés no lo dejaban tranquilo ni pa’ morirse. La gente del pueblo lo buscaba para todo. Nunca quiso dirigir, pero era el palito barquillero de todo lo que se perdía en Hutemias. Lo mismo asistir a un parto que para arreglar un techo. Pa’ allá iba Cortés con las herramientas que hicieran falta. Era el «utiliti» de todo el mundo. Hasta pa cuidar chamas en lo que los padres hacían otro. No le decía que no a nada. Cuando más: «hoy estoy enreda’o con una vaca paría pero mañana paso por su conuco».

Fue combatiente de la clandestinidad, estuvo en Angola y Etiopía… Ya te digo, donde se perdía un bateo, allí estaba el tipo, sonriente. En Hutemias no decían «lo cortés no quita lo valiente», decían: «pa’ valiente, Cortés».

Se puso viejo un buen día. O uno malo para el pueblo, porque empezó a no poder subirse en los techos, ni montear una chiva escapá, ni cargarle los cubos a una casa sin bomba de agua. Y nadie sabe si por viejo o porque dejó de hacer las cosas que siempre hacia, otro mal día Cortés cayó en cama.

Pudiera pensarse que un pueblo agradecido iría a socorrer al viejo, pero no faltaron excusas: «la semana que viene le doy una vuelta», «coño pero es que el viejo vive en remangalatuerca», «alguien más lo debe estar ayudando».

Cortés se apagó. Se fue. Murió sin que nadie lo supiera hasta que una vieja vecina fue a llevarle café por la mañana… Y por poco hay que velar a dos. Vino su sobrino el Tinto (asi le decían por lo pelirrojo) a hacerse cargo de Cortés pero ni gasa ni aguja e hilo… Nada con qué tratar el cadáver… A duras penas y gracias a la viejita del café logró taponear orificios y cerrar la boca del finado. Era como si el universo no quisiera que Cortés callara.

Y llegó la caja. Bueno… A ver… El muy lejano proyecto de caja. Allí no se hubiera podido guardar ni algodón, porque se saldría. Corre el Tinto pa la carpintería del pueblo pa rehacer aquella mierda y allí, el viejo carpintero: «¿Se jodió Cortés?… Deja ver qué encuentro pa eso porque con las leyes que hay, aquí no entra madera que se respete hace siglos».

Y mientras Cortés disfrutaba un caluroso apagón (el último que le tocaría) en su bohío, el Tinto en cuatro patas por toda la carpintería «cazaba» retazos y cuñas entre el aserrín en lo que el viejo carpintero de la comarca hervía un brebaje de su invención para hacer «cola» (que tampoco había). Casi a final de la tarde lograron juntar lo que pudieron para que la caja de Cortés sirviera lo necesario para no desvencijarse antes de darle santa sepultura.

Pero al Tinto no le quedaba alternativas, ya todo había cerrado en el pueblo y Servicios Necrológicos también. Llamó a su mujer pa decirle que pasaría la noche con su tío y recibió una andanada de improperios del tipo «mentiroso de mierda, hasta a tu tío matas, hijueputa, pa andar con tu querindanga». Parsimonioso, el Tinto colgó. Y pasó su última noche con el tío y cien mosquitos. A las cinco de la mañana sonó el teléfono en el bohío de Cortés (uno de los privilegios que le fueron concedidos en vida) y quien llamaba se identificó como presidente de la Asociación Municipal de Combatientes dando su autorizo a Cortés para ser sepultado en el Panteón de los Veteranos. El Tinto le agradece y de inmediato se lanza a pie hasta el cementerio no sin antes dirigirse al tío:

– Viejo, voy a darme un brinquito al cementerio y viro enseguida.

Si Cortés estuviera vivo se hubiera reido: «Coño, Tinto, no me jodas, en lo que tu vas y viras, yo me muero». Pero ya estaba muerto, así que ni protestó. Y a lomos de sus dos piernas el Tinto salió que chiflaba pal cementerio para garantizar la reservación.

Llegando había amanecido y el sepulturero lo esperaba con otra noticia: no sería el Panteón de los Veteranos sino el Panteón de los Caídos por la Patria.

El Tinto no entendió bien el cambio pero le dio 2000 pesos al sepulturero pa que no hubiera rollos más tarde y con la misma salió para su casa a bañarse. A riesgo de la gritería de la mujer. Pero aparentemente alguien le había ido con el chisme de que realmente Cortés había muerto y la recepción fue diametralmente distinta, al punto que terminó su bienvenida con un «si no me tiemplas voy a pensar que es mentira». Y de la tina salió el Tinto a demostrar su fidelidad sin que pudiera dejar de pensar en las cosas que le faltaban por hacer y en la propia cara del tío mirándolo reprobatorio: «¿Así que yo me muero, y tu… a templar?».

Y ya a las nueve de la mañana corre el Tinto pa’ casa de Menéndez, que tenía una camioneta. Y juntos pal conuco luego de pactar por cinco mil pesos todo el llevaytrae.

Y finalmente a las once y tantas, el Tinto y Menéndez llegan al cementerio. El sepulturero no quiere aparecer y la administradora de todo aquello le dice que el espacio que se destinó para Cortés era una gaveta de comunales.

El Tinto encoleriza a niveles galácticos. El sepulturero lo ve tan alterado que le dice:

– Tinto, si tu quieres te devuelvo los dos mil pesos.

La administradora llega a escucharlo:

– Ah ¿pero te pagó? Corrupción pa ti y soborno pa ti.

Se arma la de San Quintín. Todos gritan, llega la gente de la Asociación de Combatientes, se suman a la trifulca. Menéndez se encabrona y baja el ataúd de Cortés, lo pone en el camino central del camposanto y se va pal carajo.

Y allí están todavía… Discutiendo si botan al sepulturero o entierran a Cortés

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