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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)
Houston.- Un día, en medio de una clase de historia, un alumno brillante me lanzó una afirmación que desató un debate inesperado:
—Profesor, la historia es compleja… pero las matemáticas lo son más.
Guardé silencio un instante, buscando una respuesta que no fuera mecánica. Entonces le pregunté:
—¿De qué tratan las matemáticas?
—De números —respondió con naturalidad.
—¿Y de qué trata la historia?
—De hombres —contestó, esta vez sin tanta seguridad.
La tercera pregunta lo descolocó:
—¿Qué es más complejo, un número o un hombre?
A partir de ahí, la discusión tomó un rumbo revelador.
Las matemáticas viven en un universo de certezas: dos y dos siempre serán cuatro. No hay sorpresas, no hay contradicciones, no hay angustias. Pero el ser humano… el ser humano rompe todas las fórmulas. La historia nos enseña que el hombre puede proponerse avanzar hacia un rumbo, y sin embargo, las fuerzas de su tiempo —económicas, políticas, morales, sociales— lo empujan hacia la dirección contraria. Esa tensión, ese conflicto permanente, es lo que hace de la historia la disciplina más inquietante y compleja que conocemos.
Los ejemplos sobran:
Julio César cruzó el Rubicón seguro de su poder; la historia transformó su audacia en tragedia.
Nicolás II intentó preservar el imperio ruso; la historia lo condujo irremediablemente a la revolución que acabó con su mundo.
Winston Churchill, marginado en los años 30, terminó convertido en la voz imprescindible para enfrentar al nazismo.
Mijaíl Gorbachov quiso reformar la URSS para salvarla; la historia convirtió esas reformas en su certificado de defunción.
En todos los casos, el individuo cree escribir su destino, pero las circunstancias —esa inmensa maquinaria histórica que no perdona ingenuidades— intervienen y redefinen el resultado. Allí reside la diferencia esencial: un número es estático; el ser humano es un torbellino de motivaciones, miedos, ambiciones y contradicciones.
Por eso elegí estudiar historia. Y por eso la enseño con pasión. Porque mientras los números obedecen leyes perfectas, los hombres obedecen pasiones imperfectas. Y es en esa lucha entre lo que deseamos y lo que la realidad nos permite donde se escribe el drama del mundo.
Comprender la historia es comprendernos: nuestras luces, nuestras sombras, nuestros aciertos y nuestras equivocaciones.
Como advirtió Cicerón hace más de dos mil años: “La historia es la maestra de la vida.”
Y lo es porque nos enfrenta, una y otra vez, a la complejidad más profunda que existe: la del propio ser humano.