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Por Jorge L. León
Houston.- Los tiranos del siglo XXI no se parecen a los de antaño. No llegan con botas y tanques; llegan con discursos seductores y promesas que nunca cumplen. Nacen del miedo, no de la grandeza. Y se instalan en el poder aprovechándose de una sociedad cansada, desinformada o desesperada.
Controlan los medios, uniforman el mensaje y fabrican enemigos convenientes. Crean un clima de polarización que sirve para justificar cada atropello. George Orwell lo describió con precisión quirúrgica: “Quien controla el presente controla el pasado; quien controla el pasado controla el futuro.”
Los tiranos lo saben. Por eso manipulan narrativas antes de manipular leyes.
Luego viene el segundo movimiento: hacer dependiente al ciudadano.
Los derechos se convierten en favores. La miseria se administra como herramienta política. El salario, la comida, la vivienda y hasta el acceso a documentos quedan filtrados por la fidelidad al régimen. Es una relación tóxica: el Estado como protector, el ciudadano como súbdito.
A partir de ahí, el camino está despejado para el culto personal.
La figura del líder se vuelve omnipresente. Su rostro aparece en escuelas, actos, campañas y consignas. El tirano moderno necesita ser visto para ser temido. En torno a su imagen construye el mito que justifique su permanencia.
Pero ningún mito sobrevive sin fuerza. Por eso capturan el poder judicial, purgan a los disidentes internos y compran lealtades en los cuarteles. Con jueces obedientes y militares dóciles, la ley deja de ser límite y se convierte en arma.
Una vez blindado, el tirano legaliza su propia ilegalidad.
Reformas exprés, estados de excepción, constituciones manipuladas. Todo para dar apariencia de orden a lo que en realidad es arbitrariedad pura.
La oposición no debe crecer. Ni siquiera debe respirar.
La difaman, la encarcelan, la exilian. Cada crítica es tratada como amenaza; cada disidencia, como delito. Se instala un miedo silencioso que paraliza.
Mientras tanto, el país se empobrece. Y esa pobreza no es un accidente: es parte del modelo. Un pueblo encadenado a la supervivencia diaria es un pueblo que no protesta.
El tirano se convierte en fundador, en padre, en salvador. Su figura se coloca por encima de la nación, como si la historia entera dependiera de él. Es un intento desesperado de eternizarse en un país que ya lo padece.
Así se fabrica un tirano moderno: no con grandeza, sino con control; no con logros, sino con miedo; no con ideas, sino con propaganda.
Y así terminan todos: enfrentados a un país exhausto, que un día descubre que el salvador que prometieron era, en realidad, el principal responsable de su ruina.