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.Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.-La reciente vista oral contra el ex viceprimer ministro y ministro de Economía de Cuba, Alejandro Gil Fernández, en la Sala de los Delitos contra la Seguridad del Estado del Tribunal Supremo Popular, continúa generando más preguntas que respuestas.
Entre los elementos más llamativos del proceso está el comportamiento de los hijos del acusado: mientras a Alejandro Arnaldo Gil González, hijo del exministro, se le permitió entrar a la sala, su hermana, Laura María Gil González, fue excluida de cualquier acceso e incluso impedida de acercarse a las afueras del tribunal, pese a haber pedido públicamente que el juicio fuera transparente, público y televisado.
La imagen no puede ser más elocuente: un hijo silencioso, autorizado a presenciar el juicio; una hija aislada, marginada y tratada como si fuera una amenaza por exigir algo tan elemental como transparencia. La represión en Cuba tiene métodos conocidos: se premia el silencio y se castiga la crítica, incluso cuando proviene de familiares directos del acusado.
Según una fuente del MININT que ha trascendido de manera extraoficial, el exministro negó categóricamente las acusaciones de espionaje. El abogado defensor calificado por algunos como “brillante” realizó una actuación que puede resultar convincente en cualquier sistema judicial real, pero no en uno donde las sentencias se deciden antes de celebrar el juicio.
En Cuba todo el mundo sabe que del delito de espionaje no escapa nadie una vez señalado por la Seguridad del Estado. Es el delito perfecto para fabricar culpables: No requiere evidencia física. Se sostiene en informes “clasificados”. Se basa en criterios subjetivos de los órganos de Inteligencia. El tribunal los admite sin cuestionarlos.
El veredicto está cantado desde antes de entrar a la sala. Y para completar el cuadro, la Fiscalía ha imputado a Gil otros diez delitos adicionales, por los cuales será juzgado en una causa separada. Todo esto en un ambiente de total opacidad, donde ni siquiera se han revelado los nombres de los otros supuestos implicados.
Pero más allá del proceso judicial manipulado, hay un elemento humano que merece ser analizado: el silencio del hijo del acusado.
¿Qué tan poderosa debe ser una dictadura para lograr que el hijo de un hombre que está siendo juzgado sin garantías decida callar? ¿Qué clase de miedo, o compromiso, puede inmovilizar a alguien en el peor momento de su propio padre?
El caso recuerda inevitablemente a Elián González, aquel niño rescatado en 1999 cuyo regreso forzoso a Cuba marcó a una generación entera. Hoy, convertido en un ferviente defensor del sistema, Elián incluso niega el sacrificio de su propia madre, erigiéndose como símbolo de la obediencia máxima al régimen. Aquello fue adoctrinamiento. Esto, en cambio, podría ser miedo, presión o complicidad ideológica.
Haber presenciado desde dentro la maquinaria represiva del Estado cubano puede paralizar a cualquiera. Ver a tu padre sentado en el banquillo como enemigo de la Seguridad del Estado debe ser un mensaje escalofriante: “Si hablas, tú puedes ser el próximo”.
También existe la posibilidad de que su silencio sea una forma de mantenerse en línea, de conservar privilegios o de alinearse con el poder esperando salvaguardar algo en medio del desastre. Porque eso le sucedió al ahora premier chino xi Jinping, que siendo niño condenaron a toda su familia a la cárcel y él se mantuvo tan maoísta, que ahora es el primer secretario del partido comunista chino. (aunque la comparación es exagerada) Sea cual sea la razón, el resultado es el mismo: el régimen ha logrado silenciar a quien, por vínculo y humanidad, debería ser la voz más directa del acusado.
El comportamiento del hijo contrasta con el de su hermana, quien al menos intentó exigir transparencia. Pese a su declarado egoísmo, porque exige transparencia ahora que su padre es quien está hoy en la hoguera, porque cuando era ministro, defendía en las redes a la revolución, se cagaba olímpicamente en lo que le hacían a los demás que pasaron por la hoguera. Pero en Cuba la transparencia es una herejía, y ese tipo de valentía se castiga con exclusión. El mensaje está claro: El que calla, entra. El que exige, queda afuera.
Entre la arbitrariedad judicial, las acusaciones fabricadas y el silencio impuesto, el caso Gil no solo revela la corrupción del sistema, sino también su capacidad de someter incluso a las familias de sus propios funcionarios. Porque en Cuba la dictadura no solo encarcela cuerpos: también encarcela conciencias.