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En una época en que los aviones aún parecían frágiles juguetes del cielo, un hombre se atrevió a imaginar un coloso.
Su nombre era Claude Dornier, y en 1929 presentó al mundo su creación más ambiciosa: el Do X, un hidroavión tan gigantesco que parecía un barco disfrazado de pájaro.
Construido en las orillas suizas del lago de Constanza, lejos del control de la Comisión Aliada, el Do X fue concebido como un palacio flotante de tres pisos.
En la planta baja, los ingenieros y pilotos.
En la segunda, los pasajeros, rodeados de butacas tapizadas y ventanales como los de un tren de lujo.
Y en la tercera, el equipaje, porque incluso los sueños pesan.
El 21 de octubre de 1929, el monstruo de aluminio levantó el vuelo con 150 pasajeros a bordo (y nueve polizones escondidos entre ellos). Durante una hora, sobrevoló el lago de Constanza ante la mirada incrédula de los presentes. Era el avión más grande, pesado y poderoso de su tiempo: 48 metros de envergadura, 12 motores y 16.000 litros de combustible listos para cruzar el Atlántico.
En 1930 emprendió un viaje legendario hacia Nueva York, que duró diez meses entre averías, escalas y celebraciones. Había nacido para conquistar los cielos, pero terminó atrapado por la realidad: los costos, los accidentes y el miedo de los inversionistas.
El Do X nunca volvió a volar.
Terminó sus días como pieza de museo, hasta que en 1943 un bombardeo borró lo que quedaba de él.
Hoy solo sobrevive en fotografías y en la memoria de los ingenieros que aún sueñan en grande.
Porque cada era tiene su gigante, y el Do X fue el de la aviación: un recordatorio de que incluso lo imposible puede despegar… aunque sea solo una vez. (Tomados de Datos Históricos)