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Por Ulises Toirac ()

La Habana.- Allá por 1989, estando en la península de Yucatán y acompañado por la inolvidable, jodedora y alocada Zulema Cruz, recibimos una invitación del alcalde de Ciudad del Carmen para visitarla.

Tengo que apuntar que no resisto el picante, y los mexicanos, al menos los del sureste, tienen un síndrome adictivo crónico a las sustancias flamígero-papilares. No sé si al refresco le ponen, pero hay que andar repitiendo como papagayo por todo aquello: «sin picante, por favor»… y todavía hay quien te mira entre incrédulo y misericordioso y te susurra con tristeza: «¿Pero nada?».

Así pues, ¡pa’ Ciudad del Carmen! Por el camino, uno pintoresco que bordea el mar y atraviesa finalmente un largo puente, fuimos advertidos por un periodista que nos acompañaba de que al señor alcalde de aquella ciudad le apodaban «el Cubano» por su forma de conducirse y sus afinidades con nuestro país. Hay que entender que aquella zona, por demás, tiene una gran cercanía a las costas de Pinar del Río. La influencia de Cuba se apreciaba bastante. El alcalde se preciaba a sí mismo de amar la música cubana y todo lo que oliera a Cuba.

Nos recibió directamente en un precioso restaurante de construcción típica, de esos que usan madera y hojas, pero, como dicen allá, «chingón».

Exageraciones de restaurantes

En aquella época era aún un jovencito asustadizo, salido de un país con carencias nutritivas, pa’ decirlo suavemente. Así que me asombraba con facilidad de algunas exageraciones en restaurantes. Pero en aquel sitio era nivel Dios. Yo tenía apetito, pero inmediatamente que agarré el menú para seleccionar, empecé a mirar las mesas en derredor.

Lo que ponía «beef steak de res a la plancha con salsa vegetal» lo divisé como «bloque de 20 vacuno» a menos de tres metros; y el «coctelito (usan mucho el diminutivo ellos) de camarones con salsa mayonesa» se me reveló como «cubeta cristalina de camarones» en otra mesa.

El alcalde, desplegando toda su simpatía y conversación amigable, y yo fajao’ con el subdesarrollo indigenista alimentario, acomplejado pa’ no botar comida de sobra… Y el cabrón «el chile, el chile, el chile» martilleándome la frente.

Hasta que encontré «rodajas asadas de cherna al gustito con papas». ¡Bingo! Par de rodajas, o tres… Normal… Por muy cherna que sea la cherna, se puede con eso.

La cherna y el picante

Aclaré enfáticamente lo del picante. Mucho. Hice incluso la anécdota: el viejo mío siempre tuvo un frasco grande de cristal grueso, con una tapa redonda en forma de tapón, del mismo cristal (lo estoy visualizando), en el cual habitaba un conglomerado inclusivo de picantes y vinagre que alimentaba periódicamente con más picantes y vinagre. Muy pequeño, probé eso por lo que muere el gato, y aquello terminó con la vieja dando carreras como loca y gritándole al viejo, y yo con la bemba como mar Pacífico.

Un rato después comenzaron a servir los platos, y mis «rodajas» quedaron casi para el final del orden. Ya desde que salió de la cocina, yo dije: «¡Joder!». Todos los platos fuertes de la mesa me parecían una salvajada, pero, sonriente y ligera, venía en su fuente una cherna completa picada en rodajas. Una cherna. No las mierdas que yo había podido ver anteriormente en mi vida. El Godzilla de las chernas.

Qué pena, porque finalmente resultó lo más grande que había en la mesa. Me moría de la vergüenza y, entre chistes y risotadas, comencé a tratar de comerme aquello con lo que hubiera almorzado mi cuadra en Santos Suárez. Sentí un lanzallamas en la glotis y los labios quedaron insensibles del tanganazo.

El alcalde me miró sonriente:
—¿Sabroso, patrón?
—Pi… caaan… teee —atiné a gritar tratando de aspirar bocanadas de aire.

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