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Por Jorge Sotero, enviado especial
Santiago de Cuba.- El huracán tiene nombre de persona, Melissa, como si fuera una vecina que pasó a saludar y, en un descuido, se llevó puesto el barrio, la casa, la cama y la olla donde hervías los frijoles. Pero Melissa no es una señora amable. Se fue hace tiempo, y lo que dejó no es calma, sino otro huracán, más lento y más silencioso, que se llama precariedad.
En el oriente de Cuba, donde la vida ya era un acto de equilibrio, ahora la cuerda floja está rota. La gente no espera volver a la normalidad, porque la normalidad ya era un lujo; espera, simplemente, no desaparecer.
Hay pueblos, Contramaestre, Manzanillo, donde las familias son náufragos en su propia tierra. Lo han perdido todo, que no era mucho, pero era todo. Ahora duermen a la intemperie, en carpas que son un decir, sábanas colgadas de un palo, plásticos agujereados junto a la carretera. Es como si el mundo se hubiera reducido a la orilla del asfalto, un campamento de fantasmas donde los niños preguntan por el colchón y los viejos miran al cielo, no para rezar, sino por si vuelve la lluvia.
El paisaje es una postal del desamparo: la casa que fue, el camino que no lleva a nada, la ayuda que no llega.
La gente bebe agua del río. Suena a verso de una canción triste, pero es la letra pequeña de esta emergencia. Agua de ríos, arroyos, zanjas que se llevaron todo lo sucio, las inundaciones, los albañales. Es el menú del día: cólera, diarrea, desesperación. No hay pastillas para purificar, no hay médicos, no hay medicinas. Los niños, los ancianos, los enfermos crónicos están tan desprotegidos como el que se lanza al mar sin saber nadar. Es una ruleta rusa con cada sorbo, una condena por el delito de tener sed.
Y mientras, el silencio. Un silencio oficial que es más ruidoso que el viento de Melissa. En la prensa del régimen no hay carpas a la orilla de la carretera, no hay niños bebiendo de charcos. Hay normalidad, dicen. Pero la normalidad es un niño que llora de hambre en la oscuridad, porque se han llevado hasta los cables. Sí, los cables de cobre, los de la luz y el teléfono, robados para vender como chatarra, para comer un día más. Es el círculo del infierno: sin luz, sin comunicación, más aislados que nunca, vendiendo las venas del pueblo por un plato de comida.
Todo esto está pasando y, sin embargo, para el mundo es como si no estuviera pasando. Es la cara cruda que no sale en los telediarios, la emergencia humana que no cotiza en la bolsa de las tragedias mediáticas. El aparato propagandístico muestra su obra de teatro, pero el telón es de cartón piedra y detrás la gente sobrevive entre el hambre, la miseria y la certeza de haber sido olvidados. Es el abandono dentro del abandono.
Al final, solo quedan las voces que se cuelan por los resquicios de las redes sociales, los reportes ciudadanos que gritan: aquí estamos, nos estamos muriendo. Voces que La Tijera News, y otros, intentan amplificar para que el silencio no lo cubra todo. Son los que hoy sufren en silencio en el Oriente de Cuba, los que se han quedado sin nada, hasta sin la esperanza de que alguien, en algún lugar, esté escuchando su derrumbe.