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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- Marianna Kuttothara, jefa regional de Salud, Desastres y Crisis de la Federación Internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja (IFRC), anunció que la operación humanitaria en Cuba “fue posible gracias a la ayuda proporcionada por el Hub Humanitario de Panamá”, con el objetivo de asistir “con humanidad y compromiso a quienes más lo necesitan”.
Esta misión forma parte de un llamamiento internacional valorado en 18 millones de dólares, destinado a beneficiar a 100.000 personas en Cuba durante los próximos dos años.
Hasta el momento, no se ha ofrecido un desglose oficial de los montos totales, pero se estima que la ayuda internacional movilizada podría superar los 26 millones de dólares. Entre los principales aportes se encuentran los cuatro millones de dólares destinados por la ONU, a través del Fondo Central de Emergencias (CERF) y la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), para atender la respuesta inmediata.
Por su parte, UNICEF ha anunciado el envío de kits médicos y suministros valorados en 500.000 dólares, mientras que China contribuirá con 1.000 kits familiares estimados en 300.000 dólares. Canadá se ha sumado con una importante donación de siete millones de dólares, y Alemania y Noruega confirmaron aportes por 330.000 y 400.000 dólares, respectivamente. Desde el Reino Unido, la campaña Cuba Solidarity ya ha entregado 64.000 dólares, y la Unión Europea ha liberado 21,5 millones de euros en ayuda humanitaria, lo que constituye el mayor apoyo recibido hasta la fecha.
En medio de esta impresionante movilización internacional, destaca una cifra que, en comparación, puede parecer modesta: los tres millones de dólares ofrecidos por el Gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, lo que convierte esta ayuda en un tema espinoso no es el monto, sino el canal a través del cual será distribuida: la Iglesia Católica cubana.
Para el régimen de La Habana, esta decisión representa un conflicto ideológico de grandes proporciones. Permitir que la ayuda llegue directamente a los damnificados sin pasar por las estructuras del Estado sería admitir, aunque sea tácitamente, que existen instituciones nacionales, como la Iglesia, capaces de organizar y ejecutar labores humanitarias de forma más eficiente, transparente y despolitizada. Y eso, para un sistema que no tolera mediadores entre el Estado y el pueblo, es inaceptable.
La Habana no ve la ayuda estadounidense como un gesto de solidaridad, sino como una intrusión política. En lugar de priorizar el bienestar de las familias afectadas, el gobierno cubano interpreta cada acto de cooperación externa según su alineación ideológica, temiendo que la asistencia directa pueda fortalecer la imagen de actores no estatales o de instituciones religiosas dentro del país.
La contradicción es evidente: mientras el régimen se presenta ante el mundo como víctima de bloqueos y carencias, rechaza o limita la ayuda que no controla. La Iglesia, por su parte, se ha mantenido como una de las pocas entidades en la Isla con cierta capacidad logística y credibilidad moral para canalizar apoyo a las comunidades más necesitadas. Pero su autonomía es vista con recelo por un poder que prefiere el hambre controlada al auxilio libre.
Así, mientras el mundo se une para socorrer a Cuba, el gobierno cubano parece más preocupado por proteger su ideología que por salvar a su pueblo. Los millones que llegan del exterior son recibidos con discursos de gratitud, pero filtrados a través del aparato estatal, donde la prioridad no siempre es el necesitado, sino el interés político.
En definitiva, la tragedia de Cuba no es solo natural, sino también moral y política. La ayuda internacional podría aliviar el sufrimiento de miles de familias, pero mientras el régimen siga poniendo la ideología con más fuerza que cualquier huracán, la solidaridad del mundo se topará con el mismo muro que separa al pueblo cubano de su libertad.