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Por Luis Alberto Ramirez ()
El régimen de La Habana no se cansa de fastidiarle la vida a los cubanos. En lugar de apoyar las iniciativas independientes que intentan socorrer a los damnificados por el huracán Melissa, ha decidido hacer lo que mejor sabe: obstaculizar, controlar y reprimir. A los esfuerzos humanitarios de la Iglesia y de otras organizaciones civiles, el gobierno cubano les responde con vigilancia, represión y bloqueos.
Activistas de derechos humanos y religiosos han denunciado la instalación de “puntos de control” en la salida de la provincia de Las Tunas y en la entrada de Granma, con el fin de impedir el paso de personas provenientes del occidente y centro del país que transportan víveres, ropas, medicamentos y otros insumos destinados a los damnificados.
Estas medidas, que parecen sacadas de un manual de guerra contra la compasión, afectan sobre todo a las iglesias cristianas, cuya labor solidaria se ha convertido en la única esperanza para miles de cubanos. Pero el régimen, temeroso de perder el monopolio de la “benevolencia”, prefiere que el pueblo sufra antes que permitir la libre distribución de ayuda fuera de su control.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas advirtió que unas 700.000 personas en Cuba, es decir, más del 7 % de la población, necesitan asistencia humanitaria urgente tras el devastador paso del huracán Melissa. Los daños en viviendas, cultivos y redes de abastecimiento son enormes. Sin embargo, el régimen, en lugar de facilitar la llegada de ayuda, la complica, la frena o la condiciona.
¿Por qué lo hace? Porque la ayuda independiente expone su ineficiencia y desmonta la propaganda oficial. Permitir que iglesias o grupos cívicos distribuyan alimentos sin la intervención del Estado sería reconocer, de hecho, que el sistema no funciona. En un país donde la miseria es estructural y la escasez crónica, la solidaridad libre se convierte en una amenaza política.
Para colmo, el régimen ha puesto condiciones a Estados Unidos para aceptar ayuda. El secretario de Estado norteamericano Marco Rubio anunció la disposición de su gobierno para ofrecer asistencia humanitaria inmediata a los damnificados cubanos, sin intermediarios del régimen. La respuesta del Ministerio de Relaciones Exteriores cubano fue tajante: rechazo total. En su cuenta de X, Miguel Díaz-Canel lo dejó claro: “Cuba está abierta y agradece cualquier tipo de ayuda a nuestro pueblo, siempre que sea honesta, y en el marco del respeto a las regulaciones y la soberanía nacional.”
Traducido al lenguaje real castrista: solo aceptaremos la ayuda si podemos controlarla, administrarla y beneficiarnos de ella. En otras palabras, para quedarse con buena parte de las donaciones y revenderlas en sus tiendas en moneda libremente convertible, como ya ha sucedido con anteriores donaciones.
El régimen no actúa movido por la soberanía ni por el respeto, sino por el control y el interés económico. Para ellos, el sufrimiento del pueblo es un recurso político, no una tragedia, porque quien controla el estómago, también controla la mente. Mientras tanto, cientos de miles de cubanos siguen esperando un techo, un plato de comida y un gesto de humanidad que, por culpa del poder, no termina de llegar. En Cuba, incluso la solidaridad humana, necesita permiso.