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Por Max Astudillo ()
La Habana.- En el boxeo, el gesto más humano no es el golpe perfecto, sino el trapo blanco que vuela hacia el cuadrilátero. Es el entrenador, desde la esquina, reconociendo lo que el boxeador jamás admitiría: que ya no hay combate, que el cuerpo ha dejado de responder, que la vista nublada ya no esquiva los golpes, que el orgullo ya no sostiene las piernas. No se tira la toalla por cobardía, sino por piedad. Porque se prefiere la dignidad de la derrota a la crueldad de un knockout anunciado.
Alguien debería haber lanzado ya esa toalla en Cuba. No por maldad, sino porque el país lleva rounds enteros recibiendo golpes sin poder devolver uno solo. El gobierno es ese boxeador tambaleante que insiste en que puede ganar, con los ojos hinchados, sin ver ya la realidad, mientras el entrenador —que sería el sentido común, la decencia— mira desde lejos, paralizado, sin atreverse a detener la pelea. Y el pueblo es el que recibe todos los impactos, en el cuerpo y en el alma.
Los síntomas del knockout son visibles para todos menos para quien está en el ring. Hospitales que son antesalas de la desesperanza, carreteras que parecen paisajes lunares, edificios que se desploman como sueños viejos, y un hambre que no es metáfora, sino una realidad cotidiana en la mesa de los cubanos. El rival aquí no es otro país, ni sanciones externas; el rival es la incompetencia feroz, la soberbia de un poder que prefiere ver derrumbarse todo antes que soltar la soga.
Tirar la toalla no es rendir al pueblo, es rendirse ante la evidencia de un proyecto fracasado. Es entender que no se puede ganar esta pelea, que cada round que pasa es más castigo, más dolor, más miseria. Es reconocer, con la humildad que da el fracaso, que hay derrotas que son necesarias para salvar lo último que queda: la vida de los tuyos. Aferrarse al poder en estas condiciones no es fortaleza, es un egoísmo criminal.
El mundo mira el combate desde lejos, algunos con lástima, otros con indiferencia. Ya nadie apuesta por el boxeador herido, pero todos ven cómo su esquina le sigue lanzando esponjas sucias en lugar de detener la función. La toalla no ha llegado al ring porque quienes deberían lanzarla son los mismos que se benefician del espectáculo, aunque el espectáculo sea la lenta agonía de una nación.
Llegó la hora. No de una revolución, sino de un acto de misericordia. De admitir que el modelo no da para más, que las ideas se agotaron, que la fuerza se fue. Tirar la toalla sería el gesto más noble, el único honorable: dejar que otros, con nuevas energías y otro plan de combate, intenten levantar lo que ellos ya no pueden. El pueblo se lo merece. Ya ha recibido golpes suficientes.