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Durante siglos, la muerte de Alejandro Magno ha sido un enigma tan fascinante como su vida. Según los antiguos relatos, cuando el conquistador murió en el 323 a. C., su cuerpo no mostró señales de descomposición durante seis días.
Para los griegos, aquello fue una prueba de su divinidad. Para la ciencia moderna, podría ser señal de algo mucho más inquietante: que Alejandro fue enterrado vivo.
Plutarco, siglos después, relató que tras un banquete, Alejandro sufrió fiebre, un dolor agudo en la espalda y una rápida parálisis. Incapaz de hablar ni moverse, fue declarado muerto. Sin embargo, su cuerpo permaneció “puro y fresco”, sin rastro de deterioro, algo inexplicable en el clima de Babilonia.
En 2019, la médica neozelandesa Katherine Hall, de la Universidad de Otago, propuso una hipótesis escalofriante: Alejandro habría sufrido síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad autoinmune que provoca parálisis total pero con la mente intacta. En esa condición, su respiración habría sido tan débil que los médicos antiguos, sin herramientas para medir el pulso, lo dieron por muerto.
Así, mientras su cuerpo era preparado para el entierro, Alejandro podría haber estado consciente, atrapado en su propio cuerpo, incapaz de moverse ni gritar.
Un dios para su pueblo, pero un prisionero de su propia carne.
Su tumba sigue sin hallarse, pero su historia nos recuerda que incluso los más grandes conquistadores pueden ser vencidos por los misterios del cuerpo humano. (Tomado de Datos Históricos)