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El rugido de Marruecos conquista el mundo

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Por Rodrigo Rivadeneira (Especial para El Vigía de Cuba)

Santiago de Chile.- El fútbol, a veces, tiene la extraña manía de redimir a los invisibles. Marruecos, una selección que nadie colocaba en las quinielas hace apenas un mes, acaba de escribir una de las páginas más electrizantes del Mundial Sub-20 en Chile.

Los dirigidos por Mohamed Ouahbi, fieles a una idea tan audaz como disciplinada, tumbaron a potencias que se creían eternas: España, Brasil, Francia y, finalmente, Argentina. Lo que parecía una locura africana terminó convirtiéndose en un acto de justicia futbolera. Un país que aprendió a sufrir, ahora aprende a reinar.

Desde el arranque, Marruecos fue un torrente de electricidad. No hubo especulación ni temor reverencial. Su fútbol fue vertical, intenso, con un vértigo que desnudó la pasividad argentina. Othmane Maamma y Yassir Zabiri, las dos dagas del ataque marroquí, hicieron del contragolpe un arte.

Zabiri, que a los doce minutos ya desquiciaba a la defensa rival, se inventó una falta y la transformó con una zurda seca, precisa, de esas que rompen la inercia de los partidos. A los 29’, otra vez, el extremo apareció como un relámpago para firmar el 2-0 que terminaría siendo definitivo. Argentina, el coloso, arrodillado ante el hambre de los nuevos leones del Atlas.

La final tuvo un guion de guerra: protestas, sangre y velocidad. Los marroquíes se lanzaron a la yugular desde el pitazo inicial, sin importarle el linaje del rival. Cada balón dividido fue un tratado de coraje. Gomis, su arquero, se agigantó bajo los palos mientras su defensa resistía los embates de un rival que tocaba y tocaba sin saber por dónde entrar.

Del otro lado, Maamma y Zabiri seguían hiriendo con la crudeza del que no teme perder nada. Y esa fue la diferencia: mientras Argentina buscaba la épica desde el nombre, Marruecos la escribió con sudor y convicción.

Placente movió el banquillo, cambió piezas, pero el muro africano era indestructible. Cada intento albiceleste moría en la muralla roja que defendía con alma cada metro del césped. Los marroquíes no solo ganaron un partido: ganaron el respeto del mundo. Su fútbol fue un manifiesto de fe, una declaración contra el conformismo, una forma de decir que la gloria también pertenece a los que no figuran en los pronósticos.

Hoy Marruecos celebra algo más que un título mundial. Celebra la confirmación de una generación que promete cambiar el mapa del fútbol. Un equipo coral, trepidante y orgulloso, que desde la humildad levantó la cabeza para mirar de frente a los gigantes.

Lo que nació como un sueño improbable terminó siendo una epopeya africana. Porque en Santiago, bajo el cielo chileno, el rugido marroquí hizo temblar al mundo entero.

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