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De niño prodigio a padre de la era atómica

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Enrico Fermi nació en Roma y, desde muy pequeño, demostró un intelecto que desafiaba su tiempo. Antes de cumplir los quince años ya dominaba la geometría, la trigonometría, el álgebra, el cálculo infinitesimal y la mecánica clásica. Su pasión por la ciencia nació tras leer el tratado Elementorum physicae Mathematicae del jesuita Andrea Caraffa, obra que marcaría el rumbo de su vida.

En 1918 ingresó a la Escuela Normal Superior de Pisa, una de las instituciones más exigentes de Italia. Durante su examen de ingreso —que duraba tres días consecutivos de ocho horas cada uno—, Fermi deslumbró al jurado con su disertación sobre la naturaleza del sonido. Su nivel era tan extraordinario que dejó sin palabras a toda la comisión examinadora.

Su paso por la universidad fue peculiar: estudiaba poco, absorbía todo con facilidad y tenía tanto tiempo libre que fundó con sus amigos la Società Antiprossimo, una especie de club humorístico que se dedicaba a bromear con la gente. Pero detrás de esa ironía se escondía un genio. Uno de sus profesores, Luigi Puccianti, llegó a pedirle que le enseñara física teórica porque, según sus palabras, “si me lo explicas tú, lo entiendo”.

A los 20 años, Fermi ya publicaba artículos sobre mecánica cuántica y radiación, temas apenas comprendidos en Italia. En un país donde la física teórica aún no era reconocida como disciplina universitaria, se convirtió en el primer científico italiano en abrir ese camino.

El día de su defensa de tesis, presentó su trabajo ante once examinadores que, simplemente, no entendieron nada. Recibió el título magna cum laude, pero ningún aplauso. Había demostrado tanto, que incluso los académicos más veteranos no sabían cómo juzgarlo.

Aquel joven que no encajaba en los moldes de su tiempo se convertiría años después en el arquitecto del primer reactor nuclear del mundo y uno de los padres de la era atómica. (Tomado de Datos Históricos)

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