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Por Yeison Derulo
La Habana.- No hay manera más grotesca de burlarse de la decencia que condecorando a un verdugo. El comandante en jefe del Ejército de Nicaragua, Julio César Avilés Castillo, acaba de recibir en Cuba la orden Playa Girón, esa joyita que el castrismo reserva para sus aliados más dóciles. Dicen que es “por su contribución al fortalecimiento de las relaciones entre ambos países”, pero todos sabemos lo que eso significa: un espaldarazo a la represión compartida, un guiño entre dictadores que se entienden a la perfección. Avilés, viejo cuadro sandinista, ha sido cómplice de los crímenes de Daniel Ortega del mismo modo que los generales cubanos lo fueron de Fidel y Raúl. La distinción no honra al nicaragüense; lo retrata.
En la ceremonia, Prensa Latina habló de “méritos revolucionarios” y de la “preservación de la paz y la estabilidad de Nicaragua”. Es el mismo libreto que usan en La Habana desde hace sesenta años para vestir de heroísmo lo que no es más que represión. ¿Qué paz puede preservar quien sostiene con armas una dictadura que encarcela, tortura y desaparece opositores? ¿Qué estabilidad se celebra cuando el país entero vive bajo el miedo y la censura? Esa es la semántica del cinismo: convertir la opresión en patriotismo y el sometimiento en gloria.
Lo más triste de todo es ver cómo Cuba, arruinada, sin luz ni pan, sigue sirviendo de escenario para estas farsas ideológicas. Díaz-Canel recibió al general Avilés con la sonrisa de quien se abraza a un espejo. Ambos saben que sus regímenes se sostienen por la fuerza, por el miedo, por la mentira. Mientras los pueblos huyen en balsas o caravanas, ellos se reparten medallas y discursos sobre “la lucha contra el imperialismo”. Es el teatro de las medallas: aplaudirse entre sí mientras el pueblo se pudre en la oscuridad.
Lo de Avilés en Cuba no es diplomacia, es complicidad. Es el pacto de los represores, la continuidad del mismo eje de podredumbre que une a La Habana, Managua, Caracas y Moscú. Un sistema que se premia a sí mismo por resistir a la libertad. Que nadie se equivoque: cuando Cuba condecora a un militar extranjero, no lo hace por sus “hazañas”, sino por su lealtad a la causa del silencio. El galardón Playa Girón no es una medalla; es una mancha.
El día en que la historia se escriba sin miedo, ese tipo de ceremonias ocupará su verdadero lugar: el del ridículo moral. Porque mientras en Nicaragua las madres lloran a sus hijos asesinados y en Cuba las cárceles rebosan de presos políticos, los dictadores siguen brindando por su “amistad revolucionaria”. Lo único que fortalecen es la infamia compartida.