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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Lo peor no es el hambre, que también, sino la costumbre. La costumbre de que un hospital sea un lugar del que sales más enfermo que cuando entras, si es que sales. La costumbre de que una farmacia sea un escaparate de estanterías vacías donde la gente va a preguntar, como quien reza, por un antibiótico, por una aspirina, por algo que le baje la fiebre al niño.
El dengue, la diarrea, el zika o el chicungunya, cosas que en otros sitios son una anécdota médica, aquí son una sentencia. Y no hay quien la revoque. La gente se muere de lo que no debería matar a nadie. Es el país del «no hay», y el «no hay» es la principal causa de muerte.
Los edificios se caen. No es una metáfora. Se caen de verdad, con gente dentro, en La Habana, que parece una ciudad bombardeada por una guerra que terminó hace sesenta años y de la que nadie se acuerda de reconstruir. Caminas por sus calles y es un juego de esquivar escombros.
Los hospitales son lo mismo: techos que gotean, paredes con moho, equipos que llevan más tiempo rotos que funcionando. La medicina aquí es heroica, pero no la de los doctores, que se fueron todos los que pudieron, sino la de los familiares, que tienen que llevar desde las gasas hasta el agua limpia.
Hay hambre. No la de un estómago que gruñe a la hora de comer, sino una hambre generalizada, lenta, que te va comiendo por dentro. La libreta es un chiste triste, una reliquia de museo que no alcanza para nada. La gente inventa comidas con lo que haya: un plátano hervido, un caldo de huesos.
La violencia ya no es solo la política, la del que te puede llevar por pensar distinto. Ahora es la del hambre, la del que te roba un pedazo de pan en una esquina. Y han llegado las drogas, algo que antes no se veía, para anestesiar el dolor de existir en un lugar que se hunde.
El gobierno es como un padre ausente que solo aparece para castigar. Están en otra cosa. En sus discursos interminables, en sus batallas ideológicas contra molinos de viento, en culpar al bloqueo de todo, hasta de que no llueva. Son incapaces.
Han demostrado, día tras día, que no saben hacer otra cosa que no sea reprimir y dar consignas vacías. El país se cae a pedazos y ellos hablan de la victoria. Es una tragicomedia en la que el público se muere de verdad.
Y piensas que el 12 de octubre de 1492 llegaron los españoles con sus barcos, sus enfermedades y sus cruces, a un mundo que no conocían. Y dices: aquello fue un desastre, una hecatombe. Pero al menos aquello era el comienzo de algo, por terrible que fuera. Esto es solo el final. El lento, agónico y burocrático final de una isla que se ahoga en su propia historia, en su propio mito, gobernada por gente que mira para otro lado mientras los cimientos crujen y la gente se va en balsas, como quien huye de un naufragio.
Al final, Cuba es un espejo roto. Donde antes veías el reflejo de una revolución que prometió el paraíso, ahora solo ves los pedazos cortantes de la miseria, la enfermedad y la desesperación. Y lo más triste es que ya ni siquiera hay quien se corte al intentar recomponerlo. Todo el mundo está herido.