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Por David Esteban Baró ()

La Habana.– En Cuba ya no solo falta la electricidad: falta el deseo, el sosiego y hasta la respiración.
Convertidos en un castigo cotidiano y en símbolo de un país exhausto, los apagones traspasan las fronteras de lo político y lo económico para colonizar la intimidad más humana: el sexo.

“Es imposible hacer el amor cuando estás bañado en sudor y el colchón parece una plancha caliente”, dice Marta, una enfermera del Hospital Nacional en La Habana.

Relata que su marido y ella solo se miran, suspiramos, y «cada cual se vira para su lado. La pasión se derrite, igual que los helados que ya no existen”, confiesa.

Acostumbrados a sobrevivir a la escasez, los cubanos ahora deben negociar con un nuevo verdugo: el calor insoportable y las noches a oscuras.

“Tener relaciones se volvió una odisea. No hay aire, no hay ventilador, no hay ganas. Solo hay mosquitos y un calor que te saca el alma”, se queja Ricardo, un mecánico de Centro Habana.

La ciencia puede ofrecer explicaciones fisiológicas, pero en Cuba la psicología se mezcla con la resistencia. El estrés, la ansiedad y la irritabilidad generados por los cortes eléctricos son una bomba emocional que estalla en la cama.

“El apagón no apaga solo la luz, apaga el deseo, apaga la paciencia, apaga las ganas de vivir”, confiesa una joven frente al Pabellón Cuba que prefiere no dar su nombre.

Apagaron la luz y… las ganas

Los especialistas coinciden en que la falta de electricidad altera los hábitos, interrumpe el descanso y dispara el cortisol, la hormona del estrés. Pero en la isla, donde el sexo ha sido refugio, escape y consuelo, esta interrupción se siente como una mutilación emocional.

“Antes, cuando venía el apagón, uno lo tomaba como un pretexto para abrazarse, buscar el cuerpo del otro, reírse en la oscuridad. Ahora, con tanto calor, tanto mosquito y tanto cansancio, lo que uno busca es aire, no amor”, dice entre risas tristes un hombre de Santiago de Cuba que vive en un «quitaypon» en el Diezmero.

Omnipresente y cíclico, el apagón no solo mata la productividad o la comida en el refrigerador: mata el deseo. En cada barrio, el sonido de los ventiladores apagados es reemplazado por el rumor de discusiones, el zumbido de los mosquitos y los suspiros de quienes ya no tienen energía ni para el amor.

En un país donde todo se va deteriorando —la economía, la comida, los servicios, los sueños—, la sexualidad, ese último refugio de placer, también ha sido alcanzada por la penumbra.

Nos apagaron la luz, pero también las ganas, resume con amarga ironía una mujer de 48 años, doctora en Ciencias Políticas, en el Reparto Chibás.

“Y cuando un pueblo deja de hacer el amor, deja de creer en el futuro”, sentencia.

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