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Por Max Astudillo ()
La Habana.- En Cuba, la verdad es como el agua de La Habana: a veces sale turbia, a veces no sale, y siempre sabes que, haga lo que haga, viene de un mismo lugar. La Fiscalía General de la República, de pronto, emite una nota. Siempre es “de pronto”, como si se les hubiera olvidado en un bolsillo del uniforme y la encontraran al meter la mano para buscar la llave.
Dicen que el hombre que atropelló y mató a Mairovis Valier Heredia, una madrugada de agosto que ya no se borrará, es un italiano llamado Mario Pontolillo. Lo tienen detenido, dicen. El proceso avanza, dicen. Todo en orden, dicen. Pero la nota huele a naftalina y a despacho oficial. Huele a algo que han tenido que sacar porque el runrún ya era demasiado fuerte, como el zumbido de un mosquito en una habitación oscura donde alguien intenta dormir.
El problema es que durante días el mosquito tenía otro nombre. Lo sabían todos los que leen entre líneas y en los portales que se atreven a nombrar lo innombrable. El nombre era Bartolomeo Sabina Tito, Berto Savina para los amigos, y los amigos son los que importan.
Un italiano con un Audi rojo y con veinte años de residencia, que no es lo mismo que veinte años de residir. Residir es lo que hace la gente. Residencia es lo que tienen los que montan negocios en dólares, Casalinda, y son socios de Paolo Titolo, el marido de Mariela Castro, y fueron amigos del Comandante.
Ese nombre se esfuma. Se desvanece como el humo de un puro en una reunión privada. Y lo que queda es Pontolillo. Un nombre nuevo para un crimen viejo.
Uno lee la nota de la Fiscalía y se pregunta, no por lo que dice, sino por el esfuerzo titánico que supone decir algo con tan poco. Hablan de “deliberado atropellamiento”, de “prisión provisional”, de “seguridad colectiva”. Palabras grandilocuentes que suenan a discurso de acto oficial. Pero no hablan del silencio de una semana.
No hablan de por qué los vecinos advertían a los periodistas: “No preguntes mucho, eso está en candela”. En Cuba, cuando algo “está en candela”, no es que arda, es que te quemarás si te acercas. La nota de la Fiscalía no es un parte de bomberos; es más bien un aviso para que la gente se aleje del calor.
Hechos como estos son tan habituales en Cuba que ya tienen el guion escrito. Un suceso trágico. Un silencio incómodo y pesado. Un nombre que corre de boca en boca, susurrado, el nombre de alguien conectado. Y luego, la versión oficial: un señalamiento, a veces, pero casi siempre hacia una dirección que no estorba, que no mancha, que no compromete a la telaraña de intereses que mantiene vivo al poder.
La máquina de fabricar realidades alternas se pone en marcha hasta que el ruido amaina. Hasta que la gente, la de a pie, la que llora a sus muertos, se cansa de pedir una justicia que sabe que no llegará, o que llegará torcida, como un árbol que ha crecido a la sombra de otro más grande.
Todo apunta a que Pontolillo es el pararrayos perfecto. El culpable oficial que absorbe toda la carga y desvía la atención del verdadero objetivo del escándalo: Bartolomeo Sabina Tito.
¿Estaba él al volante? ¿No estaba? La pregunta quizá ya ni siquiera importa. Lo que importa es que su nombre debía ser protegido a toda costa. Por amistad, por negocio, por lealtad a una cúpula que se protege a sí misma como un clan.
La Fiscalía no está investigando un crimen; está gestionando un problema de relaciones públicas. Está tapando el sol con un dedo, pero en La Habana el sol quema tanto que hasta a través de los dedos más poderosos se cuela la luz y quema.
Al final, el Audi rojo no era de un hombre, era de un sistema. Un sistema que atropella todos los días, de distintas maneras. Que atropella la esperanza, la economía, la vida sencilla. Que atropella con decretos, con silencios, con notas de prensa escritas en un lenguaje frío y distante.
Mairovis Valier Heredia tiene un nombre. Su familia tiene un dolor. Cuba tiene otra historia que contar a medias, otro secreto a voces que todos conocerán pero que nadie, en los medios oficiales, pronunciará. La justicia, como siempre, llegará o no llegará, pero lo hará mirando de reojo hacia arriba, hacia la cúpula, esperando una señal. Como un perro espera la orden de su amo.