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Por William Sosa ()
No hay nada más triste que ver partir a un niño a la escuela sin luz en la casa ni en los ojos, ni pan en la mochila. La pobreza no se mide solo en lo que falta en la mesa, sino en lo que se le roba al alma infantil.
¿Qué porvenir puede soñar un pequeño si amanece entre mosquitos, sudores y lágrimas de apagón?
Martí advirtió: «Los niños son la esperanza del mundo» (La Edad de Oro, 1889). Pero esa esperanza se marchita si no hay maestros que los guíen, ni libros que los enciendan, ni respeto que los abrace.
El sacrificio de las madres es el más alto heroísmo silencioso de esta tierra —Marianas— que inventan con la leche que se corta, con el desayuno que nunca alcanza, con la ropa que no se renueva y hay que remendar. Ellas, con manos cansadas, sostienen la patria que otros abandonan en la penumbra.
El inicio del curso debía ser fiesta, y se convierte en martirio. La escuela, que debía ser templo de luz, se levanta entre sombras. La infancia no pide lujos, pide dignidad. Y es crimen imperdonable, no de enemigos de afuera, sino de los descuidos de adentro, condenar a un pueblo a crecer sin fe en la aurora.
Porque sin respeto a la niñez, no habrá jamás nación.
No es de ahora el dolor, sino de siempre. Desde nuestras infancias aprendimos a andar descalzos en la escasez, y a ver cómo las promesas se repetían en ciclos sin cumplir. Lo que ayer parecía un tropiezo pasajero, hoy duele más hondo, porque la herida ha crecido con nosotros y con nuestros hijos.
Algunos, desde arriba, dicen que solo vemos manchas; pero desde aquí abajo, donde los apagones roban el sueño y la esperanza, es casi imposible mirar la claridad. ¿Cómo ver el sol cuando hasta en el discurso se nubla, y la promesa de un verano sin apagones diurnos se posterga?
El dolor de la niñez no debería ser sombra en el camino de la patria. Un niño que amanece sin descanso, una madre que se desvela inventando lo que no hay, son manchas tan grandes que eclipsan cualquier resplandor. Y aunque sabemos que la luz existe, no alcanza a calentar al que vive en penumbra.
Decía Martí: «El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz» (La Edad de Oro, “Tres héroes”, 1889).
Pero cuando las manchas se vuelven más hondas que la claridad, el deber de los agradecidos no es callarlas, sino clamar porque la luz vuelva a brillar para todos, mientras otros se calientan con esa misma luz que nos quema.
Y no olvidemos que: «Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar» (Versos Sencillos, 1891).