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Por Jorge Sotero ()
La habana.- El sistema eléctrico cubano es un paciente terminal conectado a un respirador que nadie quiere apagar. Mientras el gobierno anuncia «avances» y «estabilización», las termoeléctricas se caen a pedazos como juguetes rotos.
La CTE del Este, ahora llamada «Che Guevara» —porque en Cuba hasta las ruinas tienen nombre de héroe, o supuesto héroe—, es el ejemplo perfecto: tiene tres unidades de 100 MW cada una, pero solo funcionan dos, y esas dos apenas generan 120 MW en total . Es como si un hospital con tres quirófanos solo pudiera operar a dos pacientes, y además con las luces apagadas.
Lo grave, sin embargo, no es la incompetencia técnica: es la mentira organizada, la farsa de decir que el problema es el bloqueo, la sequía o los huracanes, nunca seis décadas de desinversión y corrupción .
La termoeléctrica de Santa Cruz del Norte, supuestamente una de las más modernas, es un chiste de mal gusto. Sus calderas tienen más grietas que el discurso oficial, y sus turbinas suenan como un motor de almendrón a punto de explotar.
Los ingenieros que trabajan allí lo dicen en voz baja: «Esto no aguanta ni un invierno más». Pero en la televisión estatal, los presentadores —con la sonrisa congelada de quien lee un guion a punta de pistola— hablan de «esfuerzos titánicos» y «logros de la revolución energética» .
Al mismo tiempo, en La Habana, los apagones de 12 horas son la norma, y los hospitales apelan a generadores de los años 80 que funcionan con gasolina robada, al parecer, a los camiones de la basura.
La política gubernamental es simple: mentir, mentir y volver a mentir. Si una termoeléctrica se descompone, culpan a un «sabotaje imperialista». Si no hay combustible, dicen que «aquel gobierno amigo no pudo cumplir su compromiso». Y si la gente protesta, aseguran que son «mercenarios pagados por Miami».
Nunca admiten que el 70% de las plantas están obsoletas, que no hay piezas de repuesto porque el régimen gasta el dinero en hoteles de lujo para turistas, o que los ingenieros mejor formados se han ido del país porque aquí ganan menos que un vendedor de maní en la calle . El chicle se estira hasta que revienta, y cuando revienta, buscan otro culpable.
El pueblo ya no se lo cree. En Santiago de Cuba, donde los apagones duran 18 horas, la gente ha aprendido a vivir en la oscuridad literal y metafórica. Los niños hacen la tarea a la luz de las velas, los ancianos se mueren de calor en sus casas, y las madres cocinan con leña. Como en el siglo XIX .
Lo peor, sin embargo, no es la incomodidad: es la impotencia de saber que los mismos que te dejan sin luz tienen generadores diésel en sus mansiones, y que sus hijos estudian en el extranjero, donde nunca falta la electricidad. La desigualdad ya no es económica: es existencial.
Mientras, el régimen sigue apostando por soluciones cosméticas. Compran plantas eléctricas de segunda mano a Rusia —que duran seis meses—, firman convenios con China para instalar paneles solares que nunca se conectan a la red, o contratan patanas generadoras a Turquía, y prometen que en 2030 Cuba será «un ejemplo de energía renovable».
Lo cierto: hoy, en 2025, la realidad es que el sistema eléctrico produce menos de la mitad de lo necesario, y que las «soluciones» son parches en un barco que se hunde. La gente lo resume así: «Aquí no hay problema eléctrico; hay problema de vergüenza».
Al final, la mentira del sistema eléctrico es la metáfora perfecta de la Cuba castrista: una fachada bonita para un interior podrido. El gobierno miente para seguir en el poder, pero la luz —o la falta de ella— delata su fracaso.
Cuando un habanero enciende una vela en pleno apagón, no está iluminando su casa: está haciendo una seña de auxilio. Y el día que esas velas se conviertan en antorchas, ni todas las termoeléctricas del mundo podrán apagar el fuego .