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Cuando eres dueño de todo, tienes la obligación de garantizar todo

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Por Max Astudillo ()

La habana.- En Cuba, el gobierno es el dueño de todo: de la tierra, de los hoteles, de los periódicos, de los sueños y hasta de las pesadillas. Pero ser el propietario absoluto conlleva una deuda infinita: la obligación de garantizar que nada falte.

Sin embargo, en la isla falta todo. Desde el agua que no llega a los grifos hasta la luz que se apaga por horas, pasando por el pan que hoy es un lujo y la medicina que se convirtió en nostalgia. El régimen, que se jacta de controlar hasta el último gramo de arroz, no puede esconder que su gran hazaña fue convertir la escasez en un arte nacional. Casi en un patrimonio.

Anoche, 19 de agosto de 2025, en la calle Reina, en Centro Habana, decenas de vecinos bloquearon el tránsito con sillas y vasijas. No protestaban por ideología, sino por agua. Llevaban días sin una gota, mientras el gobierno culpaba a la sequía y al «bloqueo» —ese comodín retórico que ya ni los niños se creen—. Una mujer gritaba que tenía que elegir entre comprar pollo o llenar un tanque de agua: 3000 pesos por un líquido que en cualquier otro país sale del grifo.

Mientras, en Varadero, los hoteles de lujo —propiedad de GAESA, el conglomerado militar— mantenían piscinas llenas y jardines regados.

Lo que le falta al cubano es tan extenso que parece una lista maldita: agua potable, electricidad, alimentos básicos, medicamentos, libertades, esperanza. El 89% de las familias vive en pobreza extrema; solo el 55% logra hacer tres comidas diarias, dicen algunos informes dudosos, y el 4% se conforma con una. Aunque apostaría a que son más los que comen una vez. O no lo hacen.

Los niños eliminan el desayuno, los ancianos venden sus medicamentos para comprar arroz, y los jóvenes huyen, en un acto de fe. Mientras, la nomenclatura vive en mansiones con generadores, come en tiendas en divisas y viaja a Europa para tratamientos médicos.

Solo las élites viven

Los Castro y sus herederos construyeron un sistema donde la miseria es colectiva, pero los privilegios son privados. Díaz-Canel habla de «resistencia» desde un palacio presidencial con aire acondicionado, mientras una madre en La Habana Vieja hierve agua sucia para darle a su hijo.

Los mismos que exigen sacrificio al pueblo permiten que GAESA —el brazo económico de los militares— controle resorts de cinco estrellas donde los turistas beben mojitos, mientras los hospitales carecen de aspirinas.

La protesta de la calle Reina no es un hecho aislado: es el síntoma de un país que se desangra. El gobierno responde con dos herramientas: silencio o represión. Cuando los camiones de agua llegaron tras el bloqueo, fue para calmar los ánimos, no para resolver el problema.

Al mismo tiempo, los disidentes son encarcelados por «propaganda enemiga» por transmitir en vivo las manifestaciones. El régimen, que se define como «protector del pueblo», actúa como un landlord ausente que cobra rentas sin arreglar el techo que se cae.

Al final, la gran paradoja cubana es esta: un gobierno que todo lo posee, pero nada garantiza. Que prometió el paraíso socialista y entregó un infierno de colas y apagones. Los Castro vivieron como emperadores mientras el pueblo comía pan con olor a derrota.

Hoy, sus sucesores repiten el guion: discursos sobre dignidad y revoluciones, mientras los cubanos se ahogan en un mar de promesas rotas. Porque cuando eres dueño de todo, la única obligación que no puedes eludir es la de responder por todo. Y Cuba, hace rato, espera esas respuestas.

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