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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Una vida digna debería caber en cuatro palabras: pan, techo, luz y libertad. El pan que no dependa de una libreta de racionamiento que parece sacada de un museo de la Guerra Fría. El techo que no se derrumbe en la próxima lluvia porque lleva cuarenta años sin mantenimiento. La luz que no sea un milagro que ocurre dos horas al día entre apagones programados y averías crónicas. La libertad de decir «esto no funciona» sin que te llamen contrarrevolucionario, gusano o mercenario. Nada de esto es ciencia ficción, salvo en Cuba, donde hasta lo básico se convirtió en privilegio.
En la isla, el pan es una quimera. No porque no haya harina —que tampoco—, sino porque el salario promedio no alcanza para comprarlo aunque esté en el mercado. El cubano medio gana menos que el equivalente a 20 dólares al mes en un país donde un kilo de pollo cuesta cinco. La economía es un acertijo sin solución: para comer hay que dejar de pagar la luz, y para pagar la luz hay que dejar de comprar medicinas. Es como vivir en un laberinto donde todas las salidas llevan al mismo muro. Y encima, te dicen que el problema es el bloqueo, no los que bloquean las soluciones desde hace seis décadas. O más.
El techo cubano es una metáfora de todo lo demás: agujereado, improvisado, sostenido con alambres y esperanza. Las cifras oficiales hablan de un déficit de un millón de viviendas, pero callan que en La Habana los edificios se caen a pedazos mientras el gobierno construye hoteles para turistas. El cubano vive apiñado en casas que heredó de sus abuelos, con baños que no funcionan y cocinas donde el gas aparece menos que los dirigentes en los barrios pobres. Cuando llueve, no es agua lo que cae del cielo: es la confirmación de que el socialismo no pudo ni con la plomería.
La luz en Cuba es un chiste mal contado. El país tiene centrales termoeléctricas que parecen decorados de películas postapocalípticas y un sistema energético tan frágil que un rayo puede dejar a media isla a oscuras. Los apagones de doce horas son norma, no excepción. Pero lo peor no es la oscuridad: es saber que mientras los hospitales se quedan sin respiradores, los hoteles de Varadero tienen generadores que podrían alimentar a un país pequeño. La electricidad, como todo lo demás, sigue la misma lógica: primero los extranjeros, después la nomenclatura, y al final, si sobra, el pueblo.
La libertad es quizás lo más cruel. No hablo solo de la política —esa ficción donde solo existe un partido y todos aplauden por igual—, sino de la libertad mínima para no vivir con miedo. El miedo a que te multen por vender pan en la calle, a que te detengan por protestar, a que te llamen traidor por pensar distinto. Cuba es el único país donde el Estado te vigila más de cerca que a sus propias fronteras. Y donde decir «tengo hambre» puede costarte más que robar para comer.
Al final, la vida digna es eso que los cubanos imaginan cuando ven un capítulo de telenovela extranjera: casas con agua caliente, supermercados llenos, calles donde no hay que pedir permiso para caminar. Mientras, en la realidad, sobreviven con tres cosas que el sistema no pudo robarles: el humor para reírse del desastre, la inventiva para convertir basura en solución y la memoria para recordar que no siempre fue así. Pero el humor no llena estómagos, la inventiva no paga facturas y la memoria, cuando duele demasiado, se convierte en otra forma de exilio.