
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
La historia de Estados Unidos se escribió con pólvora, hambre y resistencia. Pero en ese escenario donde se suponía que las mujeres debían quedarse en casa, hubo una que se negó a mirar la guerra desde la ventana. Su nombre fue Deborah Sampson, y pocos lo recuerdan.
No era rica ni famosa. No buscaba gloria, sino participar. Así que se afeitó el cabello, se vendó el pecho y adoptó un nuevo nombre: Robert Shirtliff. Con ese disfraz, ingresó al ejército y durante casi dos años marchó, cargó pertrechos y combatió como cualquier soldado.
No fue una espectadora: estuvo en la línea de fuego, con las balas silbando a su alrededor. Fue herida en dos ocasiones. La primera vez, rechazó ir al médico: sabía que descubrirían su secreto. Prefirió realizarse ella misma una cirugía improvisada, con un cuchillo, extrayendo la bala de su pierna en pleno campo de batalla. La segunda vez, la herida fue más profunda, y la bala permaneció en su cuerpo para siempre.
Su identidad quedó al descubierto solo cuando enfermó y perdió el conocimiento. El médico que la atendió reveló la verdad y la enviaron de regreso a casa, sin honores ni reconocimientos. Ninguna medalla llevó su nombre, ningún monumento recordó su hazaña.
Deborah Sampson desapareció casi de los libros, pero su ejemplo permanece: la valentía no es cumplir con lo que se espera, sino atreverse a vivir en consecuencia. Fue soldado cuando nadie lo creía posible, y en ese acto silencioso abrió un camino que la historia no debería olvidar. (Tomado de Datos Históricos)