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La herencia de la “continuidad”

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Por Luis Alberto Ramirez ()

Fidel Castro no solo dejó una huella profunda en la historia de Cuba, sino que también legó una pesada carga a su pueblo. Peor que sus caprichos, sus excentricidades de dictador y su narcisismo desmedido, fue la herencia ideológica que diseñó para perpetuarse más allá de la muerte.

Su obsesión no consistía únicamente en gobernar hasta el último aliento, sino en garantizar que sus ideas, erradas y rígidas, se convirtieran en dogma inquebrantable para las generaciones venideras.

Fidel Castro poseía, sin duda, una especie de aura. Una especie de suerte que lo protegía de las influencias del bien, como Bad Bonny que, tiene un aura para cantar sin siquiera saber lo que canta y la gente lo sigue, aunque cante con un boniato en la garganta.

Fidel la tenía, no la del genio ni la del héroe, sino la del encantador de multitudes que logra hipnotizar, aun cuando lo que predica es la destrucción disfrazada de justicia. Esa aura que lo blindaba frente a la crítica y lo colocaba por encima de todo, lo hizo sentirse imprescindible.

En su retorcida convicción, cada decisión era “por el bien del pueblo”, cuando en realidad sumía a los cubanos en el mal más profundo: la falta de libertad y la ruina material.

Un cobarde con miedo de sí mismo

Muchos lo describen como un hombre empecinado, incapaz de aceptar la discrepancia. Pero más que testarudo, Fidel fue un cobarde con miedo de sí mismo. Se adoraba tanto que terminó construyendo un sistema hecho a su medida, un mecanismo que lo sobreprotegía de cualquier cuestionamiento, incluso después de muerto. Su miedo no era perder el poder; su miedo era perder la ilusión de ser eterno.

De todos los horrores, crímenes y maldades que se le atribuyen, ninguno pesa tanto como el legado de “continuidad”. Esa palabra, tan fría como devastadora, es hoy la excusa con la que la cúpula gobernante justifica la perpetuación de un modelo agotado. En nombre de Fidel, se condena a los cubanos a seguir atrapados en el fracaso, al deterioro de un país que alguna vez tuvo potencial y hoy apenas sobrevive.

La “continuidad” es el verdadero crimen: la herencia envenenada que impide a Cuba reinventarse, condenándola a caminar en círculos sobre las ruinas que dejó un dictador que creyó ser luz y no fue más que sombra.

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