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Por Ulises Toirac ()
La Habana.- He imaginado poderme sacudir el agua como los perros. Sales del mar, haces eso que hacen ellos, y listo: pulóver, pantalón y cero mojadura. Pa’ la calle, seco.
Pero, analizando la mecánica y la física de sus movimientos, me he tenido que detener. El perro abre ligeramente sus cuatro patas y hace un movimiento convulso, casi circular, que arranca en la cabeza y llega hasta la cola. En una persona, ese remeneo, pa’ empezar, da mareo. Y en dos patas, la cosa no va igual. Te desequilibras sin lugar a dudas.
Por otro lado, el cuello debe tener una fortaleza inusual, porque ese morro dando vueltas sin pensamiento fijo es como la secadora de una lavadora rusa con un par de botas dentro. Si aún así pudieras, debes no tener nada en el estómago, o sería como ir a un parque de diversiones con la panza llena: festival primaveral alimentario.
La cola, por demás, no existe, pero pa’ replicar con justicia a un perro, tienes que mover allá atrás como si quisieras que saliera un parásito. Hay a quien mover con esa intensidad el trasero no le hace mella. Pero hay —cubanas, sobre todo— que no dejarían nada sano en la habitación…
En personas de la tercera edad, sería más peliagudo: después de morderte la lengua tratando de evitar que no se te caiga la dentadura, finalmente saldría despedida como proyectil de guerra a morder el visto mosquitero en la puerta del refrigerador. El bisoñé se te zafa de un lado y quedas como saludando con el pelo. Los espejuelos quedarían con el cristal de la derecha en la izquierda y viceversa. La cervical no aguanta una sacudida de esas, obvio, y terminas tirándote más pedos que la Guiteras cuando canta su Manisero quincenal.
Definitivamente, no. Por eso Dios nos dio manos y toalla. Bueno, no a todo el mundo, pero era su idea. Sin embargo, ¡qué bien si pudiéramos sacudirnos así unas cuantas cosas!