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Por Carlos Carballido
Houston.- Fue durante una tormenta severa de agosto en Miami, hace casi 20 años. El Jackson Hospital se estremecía entre relámpagos y truenos como nunca lo había experimentado en esa ciudad. A las 12:19 de la madrugada, el Universo, Dios o como quieran llamarle, me llamó a filas. Así comenzó para mí la más difícil e ingrata de las profesiones de ese ejército llamado paternidad.
Nadie sabe cómo desempeñarse por primera vez en esa misión que cambia la vida. Este papel interrumpe sueños y planes, pero que al final, entiendes que te hizo mejor persona.
Se aprende mucho de los errores cuando apenas sabes cómo cargar un bebé. Especialmente cuando debes ocuparte de esa personita desde que sale del vientre de una madre, que casi deja la vida en el parto y necesitó dos semanas para escaparse de la muerte.
Un hombre, por muy fuerte que sea, es demasiado frágil cuando mira a su hija. En ese momento, no sabe cómo hacer para protegerla más allá de los instintos heredados de nuestros ancestros. No hay manuales para semejante misión divina. En el exilio, son pocas o ningunas las manos dispuestas a apoyarte más allá de un estúpido baby shower que tampoco tuve.
Lo único de gran ayuda fue acordarme del padre que tuve, porque al final soy lo que soy por Él. Había leído estudios genéticos que afirmaban que las hijas representan la versión femenina de sus abuelos paternos. De algún modo, mi padre fue quien me hizo buen soldado en esta misión. Esta misión te acompaña eternamente, y más allá de tus últimos suspiros.
Era un hombre de pocas palabras, mirada triste y de estatura fornida. Su fuerza derivaba de tantos años en el trabajo rudo que nadie quiere hacer. Máxime si se trataba de un tiznado y sucio ingenio azucarero en Marianao.
De él escuché pocos consejos, porque prefería ejemplificar con sus actitudes heredadas de la pobreza familiar. Sus fraternidades de la época, aunque diferentes (Abakuá y masonería), tenían un mismo evangelio. Me obligó a asumirlo en lo que ha sido mi vida: ser buen Padre, buen Hijo y buen Esposo.
De mi padre me acuerdo todos los jodidos días de este mundo. Su vida fue recta y jamás permitió justificar la pereza por las circunstancias. Sacó tiempo para leer a los clásicos, aprender la guitarra y leer partituras. También a reventarle la cara a quien osaba faltarle al respeto.
Hablaba poco, pero cumplía lo que prometía, sin que yo entendiera cómo podía hacerlo en un país como Cuba.
He tratado de imitarle todo el tiempo, pero soy solo una parodia. Aunque guardo muy dentro lo poco que me habló. Solo una vez sentí su pesada mano en mis nalgas. Esto me hizo caer sentado sobre un charco de aguas albañales. Mi madre me advirtió no pisara con mis botas ortopédicas —esas que adquiríamos una vez por año.
Como niño, quise experimentar lo que veía en películas rusas de guerra, y así me justifiqué. Esto ocurrió entre llantos, después que me disparó el único golpe que me dio en su vida. Su respuesta fue lapidaria: “Siempre que hagas algo, piensa primero en las consecuencias, y eso te ahorrará problemas cuando crezcas.”
Murió a pocas semanas de hacerlo mi madre. No soportó la vida sin ella. Yo anduve por otras tierras y no pude despedirme. Tampoco cumplí estrictamente su consejo, y lo único que puedo asegurar es que tenía razón.
Demasiados problemas he ganado por no detenerme a pensar en las consecuencias. Aunque aprendí la lección, tampoco me arrepiento. Al final, ellos vienen de una época donde los valores y principios nos definían como humanos. Hemos querido transmitirlos a nuestros hijos sin que hayamos tenido mucho éxito.
Si mi hija es, genéticamente, la versión femenina de mi padre, yo podré morir en paz y habré cumplido mi misión. Lo sabré al morir, pero ya no podré comunicarlo: los muertos no saben escribir.