Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Ya casi a los 30, yo era en La Habana, un ilegal, sin casa, sin dinero ni trabajo, sin familia y decidí arreglarme.
Despedida la última novia a los pies de la escalerilla de un avión —los aviones en Cuba separaron más parejas que los juzgados de guardia— prometí dar un golpe de timón, obtener los papeles de residente en la capital, buscar una pareja, emprender algo… y enamorarme.
Ya eran casi 15 años intentando salir de aquel maldito infierno. Porque el hombre debe irse. Porque no tiene raíces, no es una planta, y nada, absolutamente nada, vale mas que la libertad, carta mayor, tesoro mas valioso “conditio sine qua non” de la existencia.
Pero esa era la oportunidad que esperaba el destino, para cazarme. ¿Ha visto Usted la intrigante escena de esos documentales de National Geografic, de un cervatillo que va a beber agua del estanque, donde se esconde un cocodrilo?.
Pues eso. Bastó que decidiera querer algo para recibir el golpe de la desolación. Su golpe bajo:
—Te doy un día para que te vayas de mi casa — me dijo ella-. Hoy me quedaré en casa de mi madre.
—Un día es muy largo —le respondí-. Vuelve en 3 horas.
—No— dijo, mandona hasta el final-. Volveré pasado mañana y espero que no quede nada tuyo aquí.
—¿Tú sabes contar? —le pregunté.
—Claro que sí. ¿Por qué lo dices?
—Pues cuenta con eso —y no dije nada más.
La grandeza está en saberse comportar. En tu reacción en los momentos amargos. Lo que haga el cervatillo a partir del segundo en que aparece repleto de puñales la boca feroz del cocodrilo entre las aguas turbias.
Tras el portazo, me dispuse a recoger. Miré las cajas de los libros míos. Los cuatro trapos de mi ajuar de miserere y sentí desolación. Dieciocho años hacía que había llegado a la ciudad, y no tenía nada. Todo lo tenido, no era más que un montón de libros que algunos me observan ahora, inútiles, desde lo alto de un estante; un montón de escombros y un perro que, para colmo, también era de ella y me olisquea algo compungido.
Fue entonces que sonó el teléfono. Era Amado. Mi amigo de mil batallas, de mil y una tardes y amaneceres sobre el mapa de adoquines viejos de La Habana.
—¿Cómo va la cosa, Rena…?
—Aquí, Gordo — ue lo único que dije. Y fue suficiente.
—Espérame ahí —dijo, y tomó un taxi. 25 minutos después estaba sonando el timbre de mi casa.
—No hablemos de ella, Rena. ¡Que se joda esa hijeputa! Vámonos que hay carnavales en La Habana. ¿No sabías?
Y salimos. Yo vivía por el puente de Hierro. En un timbirichi que había por 11, compramos en tres dólares una botella de ron Cubay añejo; por la calle 22 doblamos a la izquierda y echamos a andar a lo largo del enorme paseo del Malecón de La Habana.
El Gordo no quería que yo pensara. Era, ron mediante, una metralleta de contar historias.
—“Deja más huella una gaviota sobrevolando el mar, que la culpa en una conciencia de mujer”— dijo Chejov— citaba él y pasaba entonces a escenificar la obra. Como el actor debía modular la voz. Como la luz tenue alumbrar… y el tramollas, cómo manejar las cuerdas. En su cabeza habitaban el alcohol y los parlamentos más altos de la historia del teatro.
Medido en pasos, serían diez mil quinientos, en botellas tres. En horas, cuatro… y en libros, todas las Tragedias de Shakespeare. Ese es el largo del malecón de La Habana junto a Amado.
—¿No te das cuenta, amigo? Acaba de dejarte Rosalinda. Estos que ves son las máscaras de los Carnavales de Verona… y a ti te espera, fulgurante, Julieta…! —recitaba convencido, con su mano regordeta por el aire.
—… y exclamarás: “¿qué rosa, con otro nombre, tendrá el mismo perfume?”. Mírame: yo soy Benvolio… y esta es la fiesta de los Capuletos… -y seguía recitando:
—“Solo ven Romeo, y mira. Si ves una mujer hermosa, tu corazón podrá aliviarse”.
Esa noche, seguimos de fiesta. Había kioscos que vendían alcohol, bandas tocando, con mulatas de fuego que movían la cintura. La cubana es una criatura no explicada por la ciencia: tiene una cintura con vida propia. Puede hacer cualquier cosa y su cintura moverse de un lado a otro… de arriba abajo, del infierno al cielo.
A la altura del Paseo Del Prado, con el protagónico de Amado nos rodeaba un grupo de artistas conocidos… y apareció Julieta, tras una de las actrices de un elenco de las obras que Amado escribía. Y terminé en un balcón tras sus ojos verde botella que me duraron un tiempo.
La chica vivía por la calle Maloja, cerca de Monte y San Nicolás y hasta allá fuimos. Era presentadora de un programa infantil de la TV que se transmitía los domingos, pero además, era locutora de un programa de Radio Enciclopedia con guion de Amado.
—Rena, quédate aquí con ella. No vuelvas a casa ni pinga por ahora. ¡Y que se joda Rosalinda!
Y fue así que desaparecí tres días por los carnavales de La Habana. Amado, como Benvolio en el drama de Shakespeare, se fue difuminando y luego reaparecía. Dominaba a la perfección el mundo de los figurantes, los protagónicos y el papel de los actores secundarios. Aquella noche memorable, más otras miles, son el acervo de la gran amistad que nos unió.
Muchos años después, ya los dos en España, vino a visitarme a casa y nos fuimos a Francia, a poner unas rosas sobre la tumba de Antonio Machado. Y recitamos:
“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina/
pero mi verso brota de manantial sereno/
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina/
Soy, en el mejor sentido de la palabra: bueno”
Cuando sintió que iba a morirse, en un enero frío de Madrid, le pidió a Tania, su mujer, papel y lápiz y me dejó de despedida una nota. Con una dignidad incandescente. Hace hoy ya ocho años. Llegue hasta el, este humilde poema con el cual quiero recordarlo:
Y mi hermano siempre me decía/
quiero morir feliz y joven sin que me asedien los cuarenta inviernos/
de la vejez/
que trepa como un caracol/
despacio/
y derrota la vida que se despreviene /
la carcome/
y a la postre solivianta/
Quiero morir invicto con mi poesía/
mis dos líneas dobles de ron solo/
y los rizomas de mi soledad apelmazados bajo tierra/
Mi hermano siempre me decía/
Quiero marcharme intocado por la falaz impericia de estar viejo/
sin la notoriedad de unos surcos en mi cara/
que asfixia la ventura electrizante de soportar a rastras mi melancolía /
Quiero partir/
Cenizo cuerpo con las penas anchas/
que aturden/
y dan color a las noches pedregosas de La Habana/
Quiero quedar/
Como un espantapájaros en medio de un campo de maíz./
Irme de aquí/
circunvolar en sueños de oro vívido/
—y sus manos torpes por el aire/—
me decía.
Sin recalar en la marisma de un hospital avieso/
que me mira pasar con mi pasito disparejo/
de animal de un solo pie, trastabillado/
y mi equilibrio de gordo desmedido/
Que me miran/
cómo se mira el cadaver yerto de un pájaro abatido en el alambre/
Descuartizado en la pesa mundana de los días/
que asedian la virtud/
Inmisericordemente.
Yo quiero morir pronto/
mi hermano siempre me decía/
con la arcilla cocida/
con la gloria de un zapato que supo chancletear los camellones de la tierra abierta/
por donde pasaron los tractores/
la huella de un buey torpe y ungido por mi padre/
con sus manos con callos/
heridas que cicatrizaban al final de la jornada abrasadora/
Yo moriré joven —nos decías y fogoneabas—
argumentos de arcabuz en la soflama/
Subterfugios hondos de una profesía/
rebañada en alcohol de bajo coste/
Mi hermano me decía/
yo no quiero seguir la oscura sombra que en silencio pudre/
quiero tener firmes por siempre las encías/
mis dientes de marfil amartillado/
La muela de moler amargos resquemores/
el pulso vivo que me llena de lluvias
y sacude fantasmas por el viento/
Quiero quedar en poesía/
La savia que me dieron de beber los muertos/
los descamisados/
los espectros.
Aquí les dejo/
la espuma de mis labios/
tensos y sublimes/
declamando/
un arlequín entre las bambalinas/
mi última derrota que veo venir/
alegremente/
mientras cae la luz y suben las cortinas/
Amado siempre me decía..!