Por P. Alberto Reyes Pías ()
Evangelio: Lucas 1, 39-45
Camagüey.- Dice el Evangelio que María partió a toda prisa al encuentro de su prima Isabel, y que esta la recibió con una pregunta de humildad: “¿Quién soy yo para que tú vengas a mí, quién soy yo para recibir tanto don?”
Sin embargo, si recorremos la Biblia, nos damos cuenta de que Dios construyó la historia de la salvación a través de personas que hubieran podido decir lo mismo: “¿Quién soy yo…?
¿Quién era Abraham? Un anciano sin hijos, destinado a perderse en el polvo del tiempo ¿Quién era Moisés? Un fugitivo convertido en un simple pastor de ovejas en medio del desierto. ¿Quién era Jeremías? Un muchacho que sentía que “no sé hablar”. ¿Quién era David? El insignificante hijo pequeño de Jesé, encargado de cuidar los rebaños. ¿Quién era María? Una adolescente desconocida de un pueblo perdido en la geografía de Israel.
Y sin embargo, a través de ellos, y de muchas otras personas “irrelevantes”, Dios fue tejiendo la historia de la salvación, la columna vertebral de la raza humana.
Son peligrosas las ráfagas de desprecio y de vergüenza que nos arroja nuestra mente: “¿Quién soy yo para dar un consejo, para corregir a otros, para defender lo que yo considero un valor? ¿Quién soy yo para decir a un hijo que lo que hace está mal, o para decir a mi familia que no estoy de acuerdo con un criterio o con una actitud? ¿Quién soy yo para predicar a otros mi fe, o para defender el Evangelio cuando es atacado, o para proclamar que creo que en Cristo está la verdad plena que necesita todo ser humano?”
Soy, ciertamente, alguien que ha tenido una experiencia de Dios, alguien que ha conocido el proyecto de vida del Evangelio, alguien que ha hecho un camino, alguien que ha tocado con su experiencia los valores del Reino de Dios.
Soy alguien que tiene una fe que le hace ver a Dios como a un Padre y al otro como a un hermano, una fe que lo empuja a dar a este mundo lo mejor de sí mismo, pero que también le pide que proclame la verdad del Evangelio, la vida que sólo es posible experimentar cuando la persona abre su existencia al encuentro con aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
Soy alguien llamado a no imponer pero sí a proponer, a no agredir pero a no quedarse callado ante el mal de este mundo, y a no avergonzarse ni de su fe ni de los valores que acompañan a esa fe.
Porque si me callo ante el mal, ante el error, ante lo injusto, si me acobardo ante la mentira y lo mal hecho, si no me atrevo a hablar de lo que es bueno… habré podido ser camino en el desierto, luz en las tinieblas, faro en las tormentas… pero habré preferido vivir sin contratiempos, y ser nada, arrastrado por el polvo del tiempo.