Por Esteban Fernández Roig
Miami.- Nunca me gustó tener unos animalitos en cautiverio, pero los tuve, y lo compensaba dedicándoles extremos cuidados y hasta tratarlos con cariño.
Llegué a tener muchos pajaritos, (17) y dediqué muchísimas horas a disfrutar observándolos, escucharlos cantar, cambiarles el agua, y darles alpiste a primera hora del día.
Me encantaba verlos bañándose los días de calor dentro de la vasijita de agua, y me reía observándolos defecarse en las páginas de los periódicos “Revolución”, “Hoy” y más tarde “Granma” que les ponía en el piso de las jaulas.
Todos fueron comprados a “Pipe” Barros (cuñado de mi tío Enrique Fernández Roig) en la pajarera al frente del Parque Central, todos menos el Tomeguín del Pinar (un Phonipara canora) que yo había cazado en la finca “El Mamey” de unos parientes de mi
madre.
No me pregunten el motivo, porque realmente no lo sé, pero ese Tomeguín era mi favorito.
Metía la mano dentro de las jaulas, y el abría las alas en señal de triunfo, era el único que se posaba en mi dedo y comenzaba a trinar felizmente.
Lo llamaba “Campeón”. Le hablaba como si fuera una persona. Un día le dije: “Tranquilo, Campeón, hoy te voy a traer una jeba” . Comenzó a revolotear contentísimo, tal parecía que me había entendido.
Corrí a la pajarera de la familia Barros, “Pipe” no estaba, y le dije a su hermano “Mongo”: “Véndeme una “tomeguina” que sea muy bonita”.
Se rió, creo que porque nunca había oído eso de “Tomeguina”. Metió una en un cartuchito y me la entregó. Esa noche me dormí sonriente pensando que mi Tomeguín estaba de luna de miel.
Ya ustedes saben (porque se los he contado) que el día antes de salir de Cuba les di la libertad a todos. Y que mi Tomeguín no le daba la gana de irse. Se mantuvo terco encaramado en la jaula. Al fin, logré espantarlo, y voló hacia lo desconocido, yo también, nunca regresó.
Yo tampoco.