Por Manuel Viera ()
La Habana.- A Redondo lo conocí por allá por 1992, cuando estudiábamos en los camilitos. Era un tipo de memoria admirable y con muy buenos conocimientos de Historia Universal.
Increíblemente, por aquel entonces lo mío eran las matemáticas. Era algo así como una computadora con piernas.
Redondo era mi amigo. Ambos disfrutábamos de la calidad educativa de aquella escuela y odiábamos muchísimo toda la parte física y militar. Recuerdo que correr cinco kilómetros a las seis de la mañana era para él una tortura y siempre alegaba algo para evitarlo.
Luego me fui a estudiar electrónica y él siguió estudios en la escuela Hermanos Tamayo, esa donde preparan a los agentes de la KGB cubana.
Nuestra amistad perduró por muchos años. Evitábamos hablar de asuntos en los que no coincidíamos y un buen día, ya cada cual desde su trabajo, decidimos iniciar estudios de derecho en la Universidad de La Habana. Debo reconocer que él fue quien me impulsó a ser abogado, porque lo mío nunca fueron las letras.
Incluso, mi primer vínculo laboral como abogado en el Astillero de Casablanca, por allá por el 2007, se lo debo agradecer a él. Yo trabajaba en los estudios del ICRT y él había quedado como profesor en la escuela Tamayo, desde ahí estudiábamos cada uno para convertirnos en juristas, hasta que lo conseguimos.
Mi madre siempre sabía, y en más de una ocasión me dijo cuando el nos visitaba: «le tengo mucho respeto a sus visitas, ellos nunca están ahí por gusto». Incluso, muchas veces me pidió mi madre que me alejara de él. No lo hice porque siempre he creído en la posibilidad de coexistir pacíficamente, con independencia de ideología o criterios. Las madres… ¡Nadie más sabio que las madres!
Un día mi amigo presentó problemas como profesor, como casi todos los que estudian en la Tamayo por lo que fue «desmovilizado», una rara desmovilización que experimentan casi todos esos muchachos para luego ir a trabajar a las empresas estatales, en mayor medida a empresas del grupo GAESA.
Nuestra amistad perduró por años y años. Él visitaba mi casa y yo visitaba la suya. Allí conocí a la madre de mis hijos mayores. Yo evitaba comentar cosas que él no quería escuchar y supongo que él trataba de hacer lo mismo.
Ya en el 2020 comencé a ser acosado en mis páginas digitales por un sujeto que se hacía llamar Alejandro Castro y usaba una foto de perfil de Fidel Castro en la Sierra. Yo no acostumbro a bloquear a nadie y allí lo dejé comentando cada cosa que publicaba hasta que una noche de 2021, luego de los sucesos del 11 de julio, en un acalorado debate comenzó a referir cosas de mi vida personal, cosas de los camilitos, de mi vida en Siboney, incluso de mi infancia y hasta de mis padres.
Fue tan obvio que menos de un minuto necesité para saber quién estaba detrás de aquel perfil. Mi amigo, mientras yo me negaba a coger un bastón de goma para golpear personas en 10 de octubre, cumplía con la instrucción de emplear su celular como fusil y lo hacia tras una máscara, yo lo hacía a cara descubierta.
Al otro día le llamé a su trabajo, allí a su oficina de asesor en la empresa de GAESA, y ni siquiera recuerdo cuál fue el tema que me llevó a entrar en una contradicción que hizo que aquella vieja amistad se rompiera. Mi amigo había resultado ser un fanático más, un justificador del hambre y el dolor, un eficiente combatiente ninja de ideas sin resultados.
Mi amigo resultaba ser incapaz de ser mi amigo desde el respeto sin fanatismo. Redondo no era redondo, era cuadrado. Tres años después nunca más cruzamos una palabra y ahí debe estar entre ustedes leyendo este texto.
Mi amigo es el resultado de décadas aplicando la orden de imponer sin consenso, de obligar sin resultados, de defender sin razones ni respeto, de obedecer desde la razón de unos para despojar la razón de otros, de imponer la religión de la intolerancia de los unos con los otros. Mi amigo resultó… ¡no ser mi amigo!