Por Renay Chinea (Especial para El Vigía de Cuba)
Barcelona.- Mi amigo Paul Rhodes, es de Lancashire.
—Dime otra vez: ¿Cómo se pronuncia, Paul, Lancashaier… Lancasssh…?
—Lancachía, more or less, my friend —me dijo Paul, con una inextinguible pinta de cerveza tapándole la cara.
—¡Ah, mira…! Conozco un montón de gente de ahí… De Blackburn… —le digo.
—Oh, ¿really? ¿How many…? -Indagó intrigado.
—¡The holes! The fucking holes… —le dije. Y su rostro se frunció, y se transformó en una carcajada enseguida; cuando se enteró que me refería a la canción “A Day in the Life” de John Lennon: CUATRO thousand holes in Blackburn, Lancashire…
La canción, escrita a cuatro manos por Lennon-MacCartney, nació el día en que Lennon lee en el periódico local que un amigo querido había fallecido en un accidente de tránsito. Y otro titular denunciaba el mal estado de las carreteras de la zona, con sus cuatro mil huecos, los cuales, para ser rellenados, haría falta una cantidad de material como para rellenar el Royal Albert Hall, de Londres.
En estos días, un periódico en Argentina, cuenta la historia de un inglés de Essex, llamado Mark Eyles-Thomas.
El joven Mark y sus amigos Neil Grose, Jason Burt y Ian Scrivens del 3er Batallon del Regimiento de Paracaidistas, tenían 17 años en 1982, cuando lucharon en la batalla del Monte Longdon, la más dura y encarnizada de la Guerra Falklands/Malvinas.
En la noche fría del 11 al 12 de junio de 1982, en esas islas perdidas del fin del mundo, tuvo lugar la que ha sido, quizás, la última batalla a la bayoneta, cuerpo a cuerpo, a oscuras, bajo cero… de la modernidad. La última carnicería.

Mark fue el único superviviente entre sus jóvenes amigos que se habían enrolado a un Club de Paracaidismo, con el permiso de sus padres cuando solo tenían 16. Los otros tres cayeron esa noche. Grose, de Hampshire, murió en sus brazos, cuando un proyectil argentino de grueso calibre, le abrió el pecho y lo hizo agonizar más de dos horas, el mismo día que cumplía 18 años. Y expiró sobre la tierra helada… tan helada, que de los cientos de minas que había puesto el ejército argentino, solo se activaron dos, por el frío.
—La inmensa, oscuridad del cielo austral no le escuchó un gemido— cuenta Mark, quien tuvo que recibir tratamiento psicólogico por Síndrome Post Traumático, a la vuelta de la guerra.
Cuarenta años después, Mark ha viajado hasta Argentina, para devolver un casco blindado, que aquella noche de espanto, recogió del campo de batalla.
A su vuelta a Inglaterra, publicó un libro —que no he leído— “Sod that”… (Que le den a eso!).

Paul viene cada año de Inglaterra, y siempre, con algunas cervezas, recordamos la noche de los cuatro mil holes in Lancachía. El día en que de tantas pintas, tuve que acompañarlo a casa porque no recordaba donde vivía. Llegó al apartamento, soltó las maletas y se fue a por unas birras al bar.
—Este es mi nieto— me dijo en uno de sus viajes. Y como venía con el menor, ya no bebía tantas cervezas.
—Mis hijos son argentinos, le comenté mientras los tres correteaban por la arena, chapurreando cualquier idioma. —¿Te imaginas los chicos que se encontraron en aquellas trincheras de las Falklands y se mataron sin conocerse…?
—Por suerte, en el mundo ya no volverán esas guerras… Ahora nos conocemos… ahora nuestros niños juegan juntos por la arena.
Al llegar a La Argentina, Mark Eyles-Thomas, había contactado vía WhatsApp con la hija del soldado del casco perdido.
Luego de conservarlo durante cuatro décadas, con un misterioso nombre escrito por dentro con cinta adhesiva “Sirtori”, ubicó a la familia del veterano argentino Daniel Sírtori y recorrió más de 25 mil kilómetros para restituirlo.
Virginia, hija de Sírtori, —leo en el periódico— revisó su WhatsApp, vio la foto y automáticamente reconoció el casco. Lo asoció con una imagen que conocía de memoria: la de su padre, Daniel Sírtori, con una rodilla clavada en la nieve de Malvinas.

Fue ella misma quien recibió el casco de manos de Thomas en un acto conmemorativo en el cementerio municipal de Chajarí, donde descansan los restos de su papá.
—“Me siento honrado de poder devolvértelo. El casco ha viajado más de 25 mil kilómetros y cruzó muchas zonas horarias. Estoy seguro de que tiene muchas historias para contar”, —dijo el veterano británico ante la tumba del conscripto argentino.
A principios de la década del 80, al igual que muchos jóvenes, Daniel Sírtori ingresó al servicio militar obligatorio en el Centro de Instrucción del Parque Pereyra, en Villa Elisa, provincia de Buenos Aires. Luego fue trasladado al Batallón de Infantería de Marina 5 (BIM 5) en Río Grande, Tierra del Fuego. Tenía 19 años cuando lo reclutaron para Malvinas.
Finalizada la guerra, el “Gringo” —así lo apodaban amigos y camaradas— Sírtori volvió a Entre Ríos, ejerció su oficio de mecánico, se casó con Cristina Vello y juntos tuvieron a Virginia.

El 3 de junio de 1999, a los 37 años, decidió quitarse la vida.
Borges, tan inglés como argentino, sostenía que la guerra, solo había servido al hombre para que Homero escribiera la Ilíada. Para desarrollar la poesía épica. Acabado el conflicto, escribió uno de sus últimos grandes poemas:
“Juan López y John Ward.
Les tocó en suerte una época extraña.
(…)
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;
Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown.
Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas,
y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos.
La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.”
A Paul, llegamos a nombrarlo en el bar: Mister Governor, con la confianza de que si España atacaba a Cataluña, llamara a los muchachos de la Royal Army Force para echar una mano. Y Paul se puso tan contento, que salió a bordarse una gorra, azul intenso con membrete y orla.
Como la que bordaba era una chica asiática que no hablaba catalán ni español, se equivocó y le escribió:
“Paul, the Grovenol…” y Paul pagó a la chica y se encasquetó su gorra, muerto de la risa, con su cara bonachona y su acento peculiar, entre una birra y otra… todas las noches.
—Ya saben cómo llenar el Albert Hall —ironizó, con aquella canción, Lennon.
Y termina la nota: Durante su corta e intensa estadía en la Argentina, Mark Eyles Thomas comió asado y tomó vino. Se abrazó y se sacó fotos con veteranos que combatieron contra él. Volvió a Londres sin el casco y con una nueva promesa: regresar en los próximos meses.
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