Por Mauricio de Miranda ()
Cali.- En estos tiempos de tanta penumbra, me viene a la mente una y otra vez el papel de los intelectuales, profesionales y artistas en sus sociedades respectivas. Nuestro papel.
La reflexión que viene al caso es si el papel de un intelectual, profesional o artista es hacer su obra en los marcos de su profesión o labor concreta o si debemos cruzar el «Rubicón» que representa tener un compromiso político y social con la sociedad y por tanto asumir posiciones que nos conduzcan a abandonar el silencio.
Recuerdo ese viejo dicho de nuestras abuelas que decían: «el que calla, otorga». Yo tengo mi respuesta a esa reflexión. Imagino que cada quién tenga la suya.
Hace unos días comencé la lectura de un libro muy interesante que compré a través de Buscalibre. Se trata de «El caso Furtwängler. Un director de orquesta en el Tercer Reich», escrito por Audrey Roncigli.
Es un libro fascinante y lo he complementado con el disfrute de su música a través de los muchos discos que tengo en los que Furtwängler dirige la orquesta.

Wilhelm Furtwängler fue un destacado director de orquesta y compositor alemán que vivió entre 1886 y 1954. Fue director titular de varias de las más importantes orquestas europeas, entre ellas, la Filarmónica de Berlín, la Filarmónica de Viena, la Gewandhaus de Leipzig, Staatskapelle de Berlín y Staatsoper Unter den Linden. Y dirigió como invitado en otras también importantes como la Filarmónica de New York, Filarmonía de Londres, la del Festival de Lucerna, etc. Dirigió ópera en el Festival de Bayreuth y en el de Salzburgo (con fabulosas grabaciones de Don Giovanni y Fidelio) y en La Scala de Milán (donde grabó un soberbio Anillo del Nibelungo en 1950).
Cuando los nazis subieron al poder en 1933, a diferencia de otros músicos alemanes que emigraron, decidió permanecer en Alemania. Permaneció en este país hasta enero de 1945 cuando, al parecer, alertado por Albert Speer, cruza la frontera suiza antes de ser detenido por los nazis.
Entre quienes emigraron en aquel entonces no solo están renombrados músicos como Bruno Walter, Otto Klemperer, Erich Kleiber, Arnold Schömberg y Paul Hindemith, sino científicos como Albert Einstein e incluso el ex-campeón mundial de ajedrez Emanuel Lasker.
Entre los que se quedaron, además de Furtwängler, estuvieron Hans Knappertsbusch, quien odiaba al nazismo con todas sus fuerzas, así como los austriacos Karl Böhm y el entonces joven Herbert von Karajan, ambos «simpatizantes» del Partido Nazi, aunque no miembros.
Furtwängler nunca perteneció al Partido Nazi y tampoco fue un «simpatizante», aunque algunos lo tildaran de tal.
Es cierto que fue nombrado consejero de Estado de Prusia (un intento de Göring en su competencia con Goebbels por el control de la cultura, pero su argumento fue que desde esa posición podría tratar de preservar la música en el Reich. Es cierto que fue vicepresidente de la Cámara de Música del Reich (cuyo presidente era el gran compositor y director musical Richard Strauss), aunque renunció a esta posición en fecha tan temprana como 1934.
Durante la guerra, se negó a dirigir en los territorios ocupados por los nazis. De hecho, una de sus grandes frustraciones fue que dirigió la orquesta en Oslo días antes de la invasión nazi y se negó a volver mientras Noruega estuviera ocupada.
Cuando tuvo que exponer su caso ante el Tribunal de «Desnazificación» después de la guerra, su argumento, un tanto ingenuo, pero no por ello menos válido, fue que él intentaba salvar la música alemana de la barbarie y de que su misión era «proteger la existencia de las orquestas de Alemania» y al mismo tiempo consideraba que en los momentos terribles que se vivían entonces es «cuando más se necesitaba la música para salvar el alma de la Nación».
La realidad es que Goebbels lo protegió porque era un artista «para mostrar» y porque, de una forma especial, admiraba su genialidad como músico. Por eso, toda la Filarmónica de Berlín quedó eximida de combatir en la guerra y cuando no pudo mantener a los cuatro músicos judíos, contribuyó a facilitar su salida de Alemania.
En un vídeo sobre la celebración en la víspera del cumpleaños de Hitler, el 19 de abril de 1942, al concluir la Novena Sinfonía de Beethoven, Goebbels se acerca a Furtwängler y le da la mano y quien filma la escena advierte que el músico, que tenía un pañuelo en su mano izquierda, se lo pasa a la derecha limpiándose la mano que antes ha estrechado la de Goebbels. Después de ese momento se las arregló para «enfermarse» cada vez que se acercaba la fecha del cumpleaños del dictador nazi y debió ser reemplazado en los conciertos de 1943 y 1944.
Como músico, Wilhelm Furtwängler es uno de mis directores de orquesta preferidos. Considero que fue uno de los grandes intérpretes de Beethoven, Wagner y Mozart. Sus grabaciones de las sinfonías de Beethoven son de referencia. También lo son sus Fidelio (Beethoven) y Don Giovanni (Mozart), así como las fabulosas grabaciones de Tristan e Isolda, Maestros Cantores de Nürnberg y El Anillo del Nibelungo (1950 en La Scala y 1953 en la RAI).
He escuchado varios ciclos de las sinfonías de Beethoven que grabó en varias ocasiones y cada uno es diferente y puede uno percibir el momento histórico. Recientemente, adquirí una edición de sus grabaciones durante la guerra y ya escuché la 5ta, la 6ta («Pastoral») y la 9na. La Novena se grabó entre el 22 y el 24 de marzo de 1942, en plena guerra, pero cuando ya Alemania se había empantanado en la Unión Soviética y ya era evidente su derrota en la batalla de Moscú.
Cuando comparo la ejecución de ese día con las que luego dirigió en Bayreuth en la temporada de reapertura del Festival en 1951 o en el Festival de Lucerna en 1954, advierto la angustia expresada en el énfasis de la percusión y en el lamento de las cuerdas en los movimientos anteriores a la Oda a la Alegría.
Para Furtwängler el arte no debería relacionarse con la política y tenía razón en el sentido de que no debería estar en función de la política porque perdería su naturaleza propiamente artística. Pero, por otra parte, eso no significaba que él no tuviese su propia posición política. Su secretaria judía Berta Geissmar declaró que en una ocasión en la que fue citado por Hitler en agosto de 1933, después de regresar de su reunión, el músico le dijo que «ahora sabía lo que había detrás de las medidas miopes de Hitler: no era solo el antisemitismo, sino el rechazo a cualquier forma de pensamiento artístico, filosófico, […] el rechazo de cualquier forma de cultura libre». (Roncigli, 2009: 57).
Frente a todo esto valen las preguntas sobre si debe el artista vivir al margen de la política como si lo que ocurriera en su sociedad no tuviera nada que ver con él, y si debe el intelectual desentenderse de la política en su sociedad respectiva cuando esta se enfrenta a tiempos cruciales que definen la existencia humana. Mi respuesta a estas dos preguntas es que no, no debe y no puede.
Por ahora sigo leyendo y sigo pensando en el papel de los intelectuales, los profesionales y los artistas en la sociedad cubana de hoy, necesitada de la belleza de la música, de la danza, de las artes plásticas, del teatro y de la literatura, pero también de ideas para enfrentar y superar la extrema dureza de las condiciones de vida, no solo desde el punto de vista económico, sino también y fundamentalmente político, porque a fin de cuentas, todo termina siendo político, de alguna u otra manera.
Por si acaso, para quienes salten diciendo que la situación de Cuba no tiene comparación con la Alemania nazi, les respondo de antemano que no hago una comparación, simplemente hago referencia a la responsabilidad de los intelectuales, artistas y profesionales en un medio donde la cultura y el pensamiento se someten a una ideología, cualquiera que esta sea, y a un sistema político totalitario. Y como nos demostró hace mucho Hanna Arendt, pero lo vivimos a diario, el régimen nazi fue un sistema totalitario, como también lo ha sido el definido como comunista y eso, lo seguimos viviendo.
En un comentario, comparto el vídeo en el que se ve la escena del pañuelo. Además, recomiendo a los interesados los documentales «The Reichsorchester. The Berlin Philharmionic and the Third Reich» de Enrique Sánchez Lansch y «Music in Nazi Germany. The maestro and the cellist» de Christian Berger. Y en esta línea también recomiendo -aunque seguro que estos filmes sí que los han visto- «Mephisto» del gran István Szabó y «La vida de los otros» de Florian Henckel von Donnersmarck.
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